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La antigua prisión estaba en el centro de la ciudad, y era el lugar, había dicho crípticamente Tayeh, donde los inocentes cumplían cadena perpetua. Para llegar tuvieron que aparcar en la plaza principal y meterse en un laberinto de antiguos pasajes abiertos al cielo, pero cubiertos por carteles de plástico, que al principio confundió con ropa lavada. Era la hora del comercio, por la tarde. Las tiendas y puestos estaban llenos. Las farolas de la calle brillaban profundamente en el viejo mármol de las paredes, pareciendo encenderlo desde adentro. El ruido de los callejones era fragmentario y a veces, cuando doblaban una esquina, se detenía y sólo se oían sus pasos deslizándose y arrastrándose sobre el bruñido pavimento romano. Un hombre hostil, de piernas torcidas, les mostraba el camino.

- He explicado al administrador que es usted una periodista occidental -le dijo Tayeh, mientras cojeaba a su lado-. Sus modales no son buenos, porque no le gustan los que vienen aquí a mejorar sus conocimientos de zoología.

La luna rota caminaba con ellos; la noche era muy calurosa. Entraron en otra plaza y los saludó un estallido de música árabe que surgía de unos altavoces improvisados instalados sobre palos. Las altas puertas estaban abiertas y daban a un patio brillantemente iluminado, del cual salía una escalera de piedra que daba a sucesivos balcones. La música se escuchaba más fuerte.

- Entonces ¿quiénes son? -susurró Charlie, todavía sin comprender-. ¿Qué han hecho?

- Nada. Ese es su crimen. Son los refugiados que se han refugiado de los campos de refugiados -replicó Tayeh-. La prisión tiene paredes gruesas y estaba vacía, de modo que tomamos posesión de ella para protegerlos. Salude con solemnidad a la gente - agregó-. No sonría demasiado pronto o pensarán que se ríe usted de su miseria.

Un viejo, sentado en una silla de cocina, los contempló con indiferencia total. Tayeh y el administrador se adelantaron a saludarle. «Veo esto todos los días. Soy una dura periodista occidental que des-cribe la privación a aquellos que lo tienen todo y se sienten desdichados.» Estaba en el centro de un vasto silo de piedra cuyas antiguas paredes se elevaban hacia el cielo con puertas de jaula y balcones de madera. Pintado de blanco en su totalidad, producía una ilusión de higiene. Las celdas de la planta baja tenían entradas de arco. Las puertas estaban abiertas como para señalar hospitalidad. Al comienzo, las figuras del interior le parecieron inmóviles. Hasta los niños se movían como ahorrando fuerzas. Delante de cada celda había cuerdas para la ropa, y su simetría sugería el orgullo competitivo de la vida de aldea. Charlie olió café, alcantarillas abiertas y día de colada. Tayeh y el administrador regresaron.

- Deje que ellos le hablen primero -volvió a aconsejarle Tayeh-. No sea impertinente con esa gente; no comprenderá. Está observando una especie casi extinguida ya.

Subieron por una escalera de mármol. Las celdas de esa planta tenían puertas sólidas, con mirillas para los carceleros. El ruido pareció aumentar con el calor. Pasó una mujer con un traje de campesina. El administrador le habló y ella señaló hacia el balcón, en dirección a un signo en árabe pintado a mano, con forma de arco. Mirando abajo, hacia el pozo, Charlie vio al viejo de regreso en su silla, mirando a la nada. «Ha hecho el trabajo del día -pensó-. Nos ha dicho "suban".» Alcanzaron el arco, siguieron su dirección, llegaron a otro y pronto avanzaban hacia el centro de la prisión. «Necesitaré un cordel para encontrar el camino de regreso», pensó. Echó una mirada a Tayeh, pero él no quería mirarla. «En el futuro, no tome baños de sol.» Entraron en lo que había sido una habitación para el personal o cantina. En el centro había una camilla forrada de plástico y en una mesilla de ruedas nueva, medicinas, cubos y jeringas. Un hombre y una mujer trabajaban: la mujer, vestida de negro, estaba limpiando los ojos de un bebé con algodón. Las madres que esperaban estaban pacientemente sentadas a lo largo de la pared, mientras sus hijos dormitaban o se agitaban.

- Quédese aquí -ordenó Tayeh, y esta vez se adelantó él mismo, dejando a Charlie con el administrador. Pero la mujer ya lo había visto entrar. Sus ojos se alzaron hacia él, después hacia Charlie y se fijaron en ella, llenos de sentido y preguntas. Dijo algo a la madre del niño y le devolvió el bebé. Fue hacia el lavabo y se lavó metódicamente las manos mientras estudiaba a Charlie por el espejo.

- Síganos -dijo Tayeh.

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