- Dijo que el odio quedaba para los sionistas. Dijo que para pelear es necesario amar. Dijo que el antisemitismo era una invención cristiana.
Se interrumpió, escuchando lo que Tayeh había oído mucho antes: un coche que ascendía la colina. Oye como un ciego -pensó-. Es a causa de su cuerpo.
- ¿Le gusta Estados Unidos? -preguntó.
- No.
- ¿Ha estado alguna vez?
- No.
- ¿Cómo puede decir que no le gusta si no ha estado? -preguntó.
Pero una vez más se trataba de una pregunta retórica, una observación que hacía para sí mismo en el diálogo que estaba produciendo a su alrededor. El coche estaba deteniéndose en el patio delantero. Escuchó ruidos de pasos y voces bajas y vio los rayos de luz de los faros que cruzaban la habitación, antes de ser apagados.
- Quédese donde está -ordenó él.
Aparecieron otros dos chicos, uno llevando una bolsa de plástico, el otro una metralleta. Se quedaron quietos, esperando respetuosamente a que Tayeh les dirigiera la palabra. Las cartas yacían entre ellos, sobre la mesa y, cuando recordó lo importante que habían sido, su desorden le pareció majestuoso.
- No la siguen y va usted hacia el sur -le dijo Tayeh-. Termine su vodka y vaya con los chicos. Tal vez la crea, tal vez no. Tal vez no sea tan importante. Tienen ropas para usted.
No era un coche, sino una mugrienta ambulancia blanca con medias lunas verdes pintadas a los lados y mucho polvo rojo sobre el capó. Un chico despeinado, con gafas oscuras, iba al volante. Otros dos se acuclillaban sobre las literas en la parte trasera, con sus metralletas metidas dificultosamente en el espacio estrecho, pero Charlie se sentó audazmente junto al conductor, con una túnica de hospital gris y un pañuelo en la cabeza. Ya no era de noche, sino un alegre amanecer, con un pesado sol rojo a su izquierda que se empeñaba en ocultarse mientras bajaban cuidadosamente la colina. Trató de mantener una conversación intrascendente en inglés con el conductor, pero él se enojó. Dirigió un jovial «!Eh, ustedes!» a los chicos que iban detrás, pero uno era sombrío y el otro feroz, pensó. «Hagan su maldita revolución», y se dedicó a mirar el paisaje. Al sur, había dicho él. ¿Por cuánto tiempo? ¿Para qué? Pero había una ética de la ausencia de preguntas y su orgullo su instinto de supervivencia le exigían que se conformara a ella.
El primer control llegó cuando entraban a la ciudad; hubo otros cuatro antes de que la dejaran por el camino costero hacia el sur, y en el cuarto había un chico muerto que dos hombres metían en un taxi, mientras las mujeres gritaban y golpeaban el techo. Estaba echado de costado con una mano vacía apuntando hacia abajo, buscando algo todavía. «Después de la primera muerte no hay otra», se dijo Charlie, pensando en el asesinado Michel.
A la derecha se abría el mar azul v una vez más el paisaje se volvió ridículo. Era como si hubiera librado una guerra civil en la costa inglesa. Ruinas de coches y villas acribilladas de balas flanqueaban el camino; en un campo, dos chicos jugaban con un balón, enviándoselo el uno al otro por encima del cráter de una bomba. Los pequeños embarcaderos de yates yacían destrozados y medio sumergidos; hasta los camiones de frutas que iban hacia el norte y casi los empujaban fuera del camino, tenían una desesperación fugitiva.
Volvieron a detenerse para un control caminero. Sirios. Pero las enfermeras alemanas en ambulancias palestinas no le interesaban a nadie. Escuchó el ruido de una motocicleta y le echó una mirada indiferente. Una Honda polvorienta con las bolsas atestadas de plátanos verdes. Un pollo vivo, colgado de las patas, se balanceaba en el manillar. Y en el asiento, Dimitri, escuchando con seriedad el ruido del motor. Usaba el medio uniforme del soldado palestino y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Encajado dentro de la charretera color caqui de su camisa, como el favor de una mujer, había un orgulloso ramo de brezo blanco como para decir «Estamos contigo», porque el brezo blanco era el signo que bahía estado buscando durante los últimos cuatro días.
«A partir de ahora, sólo el caballo conoce el camino -le había dicho Joseph-. Tu trabajo consiste en mantenerte en la silla.»
Una vez más formaron una familia y esperaron.