Читаем La chica del tambor полностью

A la derecha había una hilera de palmeras; a la izquierda, la reserva central que dividía las dos calzadas, una acera de seis pies de ancho, a veces de grava, otras veces de vegetación. Con un gran salto, la subieron y con otro aterrizaron del otro lado. El tráfico ululaba y Charlie gritaba: «!Jesús!», pero el conductor no era receptivo a la blasfemia. Encendiendo todas las luces, condujo directamente contra el tráfico antes de volver a hacer girar el coche a la izquierda, bajo un puente pequeño, y de pronto estaban deteniéndose en un camino lodoso v desierto y pasaban a un tercer coche, esta vez un Land-Rover sin ventanas. Llovía. No lo había notado hasta entonces, pero cuando la metieron en la parte trasera del Land-Rover, un chaparrón la empapó y vio un estallido de relámpagos blancos chocando contra las montañas. O tal vez fuera una bomba.

Treparon por un camino tortuoso. Por la parte trasera del Land-Rover veía cómo se alejaba el valle; por el parabrisas, entre las cabezas de los guardias y el conductor, observaba la lluvia goteando como cardúmenes de pececillos danzantes. Frente a ellos había un coche, y por la manera en que lo seguían, Charlie supo que era de ellos; había un coche detrás, y por la manera que tenían de no prestarle atención, era de ellos también. Hicieron otro cambio y quizá otro; entraron en lo que parecía ser una escuela abandonada, pero esta vez el conductor detuvo el motor, mientras él y el guardia se apostaban en las ventanas con ametralladoras, esperando a ver lo que llegaba a la colina. Hubo controles camineros en los que se detuvieron, y otros a los cuales pasaron con nada mas que un lento movimiento de la mano en dirección a los centinelas inmóviles. Hubo un control en el que el guardia del asiento delantero bajó su ventanilla y disparó una salva de metralleta a la oscuridad, pero la única respuesta fue el aterrado gemido de las ovejas. Y hubo un último salto aterrador en la negrura, entre dos filas de reflectores que los iluminaban de lleno, pero para entonces ella estaba más allá del terror. Estaba sacudida y aturdida y le importaba un comino.

El coche se detuvo. Estaba en el patio delantero de una villa antigua, con chicos centinelas con metralletas posando en silueta sobre el tejado como los héroes de una película rusa. El aire era frío y limpio y lleno de los olores griegos que la lluvia había dejado atrás: ciprés y miel y todas las flores silvestres del mundo. El cielo estaba lleno de tormentas y una nube de humo; el valle se estiraba debajo de ellos en cuadrados de luz en retroceso. La hicieron atravesar un porche y entrar al vestíbulo, y allí, bajo una luz muy tenue, tuvo su primera visión de Nuestro Capitán: una figura marrón, torcida, con una madeja de pelo negro, lacio, de colegial, y un bastón de paseo de aspecto inglés, de fresno natural, para ayudar a sus piernas fláccidas, y una sonrisa forzada que le daba la bienvenida iluminando su rostro picado de viruelas. Para estrecharle la mano, colgó el bastón del antebrazo izquierdo, dejando que se balanceara, de modo que ella tuvo la sensación de estar sosteniéndole por un segundo antes de que volviera a enderezarse.

- Señorita Charlie, soy el capitán Tayeh y la saludo en nombre de la revolución.

Su voz era enérgica y formal. Y también, como la de Joseph, era hermosa.

«El miedo será un problema de selección -le había advertido Joseph-. Por desgracia, nadie puede estar asustado todo el tiempo. Pero con el capitán Tayeh, corno se hace llamar, tienes que hacer lo mejor que puedas, porque el capitán Tayeh es un hombre muy inteligente.»

- Perdóneme -dijo Tayeh con alegre hipocresía.

La casa no era suya, porque no podía encontrar nada de lo que deseaba. Hasta por un cenicero tuvo que dar vueltas en la penumbra, interrogando con humor a los objetos y observando si eran demasiado valiosos para usar. Sin embargo, la casa pertenecía a alguien de su gusto, porque ella observó una calidez en sus modales que decía: «Es típico de ellos…, sí; este es exactamente el lugar en el que guardarían la bebida.» La luz era escasa todavía, pero a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a ella, decidió que estaba en la casa de un profesor. O de un político. O de un abogado. Las paredes estaban cubiertas de libros que habían sido leídos, sobados y vueltos a colocar sin demasiado cuidado; sobre la chimenea colgaba un cuadro que podía haber sido de Jerusalén. Todo lo demás era un desorden masculino de gustos mezclados: sillas de cuero, cojines hechos con trozos de lana de diferentes colores y un batiburrillo de alfombras orientales. Y objetos de plata árabe, muy blanca y adornada, brillando como cofres del tesoro en los oscuros rincones. Y además, un estudio, en una alcoba a la que se bajaba mediante dos escalones, con un escritorio estilo ingles y una vista panorámica del valle del cual ella acababa de emerger y de la costa a la luz de la luna.

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