Читаем La chica del tambor полностью

Su segundo dormitorio estaba en lo alto de una resplandeciente casa de apartamientos. Desde su ventana, podía contemplar la fachada negra de un nuevo banco internacional y, más allá, el mar inconmovible. La playa vacía, con sus cabañas abandonadas, era como un balneario permanentemente fuera de temporada. Un solo raquero tenía la excentricidad de un bañista en la Serpentine un día de Navidad. Pero lo más extraño de ese lugar eran las cortinas. Cuando los chicos las corrían por la noche, no observaba nada insólito. Pero cuando llegaba el amanecer, veía una línea de agujeros de bala recorriendo la ventana con la ondulación de una serpiente. Ese fue el día que les preparó a los chicos un desayuno de tortillas y les enseñó a jugar al gin-rummy.

La tercera noche durmió encima de una especie de cuartel general del ejército. Había barrotes en las ventanas y agujeros de bombas en las escaleras. Había pósters que mostraban niños agitando ametralladoras o ramos de flores. En cada rellano había guardias de ojos oscuros y el edificio tenía un aire canalla, de Legión extranjera.

- Nuestro Capitán la verá pronto -le aseguraba tiernamente Danny de vez en cuando-. Está haciendo preparativos. Es un gran hombre.

Ella estaba empezando a conocer la sonrisa árabe, que significaba retraso. Para consolarla en su espera, Danny le contó la historia de su padre. Después de pasar veinte años en los campos, pareció que la desesperación lo había hecho desaprensivo. Así que una mañana, antes de la salida del sol, metió sus pocas pertenencias en una bolsa junto con las escrituras de su tierra y, sin decir nada a su familia, cruzó las líneas sionistas con el objeto de ir en persona a reclamar su granja. Corriendo detrás de él, Danny y sus hermanos llegaron a tiempo para ver su pequeña figura encorvada avanzando más y más dentro del valle, hasta que le destrozó una mina. Danny relató todo esto con una precisión desconcertada, mientras los otros dos vigilaban su inglés, interrumpiéndole para volver a expresar una frase cuando su sintaxis o su cadencia les desagradaban, asintiendo como ancianos para aprobar otra. Cuando hubo terminado, le hicieron una cantidad de preguntas serias sobre la castidad de las mujeres occidentales, sobre la cual habían oído cosas desdichadas, aunque no totalmente desprovistas de interés.

Así que su amor por ellos aumentaba, un milagro de cuatro días. Amaba su timidez, su virginidad, su disciplina y la autoridad que tenían sobre ella. Los amaba como captores y amigos. Pero pese a todo su amor, nunca le devolvieron su pasaporte, y si ella se acercaba demasiado a sus metralletas, se alejaban con miradas peligrosas e indómitas.

- Venga, por favor -dijo Danny, golpeando suavemente la puerta para despertarla-. Nuestro Capitán está preparado. Eran las tres de la madrugada y estaba oscuro.

Después creyó recordar unos veinte coches, pero hubieran podido ser sólo cinco, porque todo sucedió muy aprisa: un zigzag de viajes por la ciudad, cada vez más alarmantes, en sedanes color arena con antenas adelante y atrás y guardias de corps que no hablaban. El primer coche estaba esperando frente al edificio, pero del lado del patio, donde no había estado. No fue hasta que estuvieron fuera del patio y corriendo a toda velocidad calle abajo, que comprendió que había dejado a los chicos. Al extremo de la calle, el conductor pareció ver algo que no le gustó, porque dio una vuelta en U que estuvo a punto de volcarlo, y cuando se precipitaban otra vez calle arriba, escuchó un tableteo y un grito junto a ella y sintió una mano pesada que la obligaba a bajar la cabeza, de modo que supuso que los disparos eran para ellos.

Pasaron un cruce con luz roja y estuvieron a punto de chocar con un camión; se subieron a una acera del lado derecho, después hicieron una amplia curva hacia la izquierda entrando en un aparcamiento en pendiente que daba a una playa abandonada. Vio otra vez la media luna de Joseph, suspendida sobre el mar, y por un segundo imaginó que estaba de camino a Delfos. Se detuvieron junto a un Fiat grande y prácticamente la embutieron en él, y allá se fue otra vez, propiedad de dos nuevos guardias de corps, de camino hacia una autopista llena de baches con edificios acribillados a ambos lados y un par de luces que los seguían de cerca. Frente a ella, las montañas eran negras, pero las que estaban a su izquierda eran grises porque un resplandor del valle encendía sus laderas, y más allá del valle estaba una vez más el mar. El velocímetro marcaba 140, pero de pronto no marcó nada porque el conductor había apagado las luces y el coche que los seguía había hecho lo mismo.

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