Читаем La chica del tambor полностью

Estaba en paz. La había invadido una lasitud profunda, provocada por el aislamiento y la ceguera. Estaba a salvo, estaba en el útero para volver a empezar o morir en paz, como lo dispusiera la naturaleza. Estaba durmiendo el sueño de la infancia o la vejez. Su silencio la fascinaba. Era el silencio de la libertad perfecta. Estaban esperándola…, sentía su impaciencia, pero no tenía la sensación de compartirla. Varias veces llegó a pensar en lo que podría decir, pero su voz estaba muy lejos y no parecía tener objeto ir en su busca. Helga dijo algo en alemán y, aunque Charlie no entendió una sola palabra, reconoció, con tanta claridad como si fuese su propia lengua, la nota de resignación desconcertada. El hombre gordo contestó y parecía tan perplejo como ella, pero no hostil. Tal vez…, tal vez no, parecía estar diciendo. Tenía la percepción de aquellos dos negándose a hacerse responsables de ella, mientras se la pasaban el uno al otro: una pelea burocrática. El italiano intervino, pero Helga le ordenó callar. La discusión entre el gordo y Helga se reanudó y ella pescó la palabra «logisch». Helga está siendo lógica. O Charlie, no. O se le dice al hombre gordo que debería serlo.

Entonces el hombre gordo dijo:

- ¿Dónde pasó la noche después de haber telefoneado a Helga? -Con un amante.

- ¿Y anoche?

- Con un amante.

- ¿Otro?

- Sí pero ambos eran policías.

Comprendió que si no hubiera tenido puestas las gafas, Helga le hubiera pegado. Se abalanzó sobre ella y su voz enronquecía de ira, mientras le arrojaba una andanada de órdenes: no ser impertinente, no mentir, contestar a todo de inmediato y sin sarcasmos. Las preguntas recomenzaron y ella contestó con fatiga, dejándolos que le arrancaran las respuestas, frase tras frase, porque en última instancia no era cosa de ellos. ¿En Nottingham, qué número de habitación? ¿En qué hotel de Tesalónica? ¿Nadaron? ¿A qué hora llegaron, comieron? ¿Qué bebidas pidieron desde la habitación? Pero gradualmente, mientras escuchaba primero su voz y luego la de ellos, supo que, al menos por el momento, había ganado…, aun cuando le hicieron ponerse las gafas cuando se fue no se las sacaron hasta que estuvieron a una distancia prudente de la casa.


21


Cuando aterrizaron en Beirut estaba lloviendo y supo que era una lluvia cálida, porque su calor llegó hasta la cabina, mientras seguían describiendo círculos e hizo que volviera a picarle el cuero cabelludo a causa del tinte que Helga la había obligado a ponerse. Volaron sobre una nube como una roca ardiente bajo las luces del avión. La nube se detuvo y estaban volando bajo sobre el mar, rozando el desastre en las montañas que se aproximaban. Ella tenía una reiterada pesadilla en la que pasaba lo mismo, excepto porque su avión descendía sobre una calle atestada y flanqueada por rascacielos. Nadie podía pararlo porque el piloto le estaba haciendo el amor. Ahora nada podía pararlo. Hicieron un aterrizaje perfecto, las puertas se abrieron, olió por primera vez el Medio Oriente, que la recibía como a una hija pródiga. Eran las siete de la tarde, pero hubieran podido ser las tres de la madrugada, porque advirtió en seguida que ése no era un mundo que se acostase. El estruendo en el vestíbulo de recepción le recordó el día del Derby antes de la «salida». Había bastantes hombres armados, con distintos uniformes, como para comenzar una guerra privada. Apretando el bolso contra el pecho, se abrió paso hacia la cola de inmigración y descubrió, sorprendida, que estaba sonriendo. Su pasaporte de Alemania Oriental, su falsa apariencia, que cinco horas antes, en el aeropuerto de Londres, habían sido asuntos de vida o muerte, eran cosas triviales en esta atmósfera de urgencia inquieta, peligrosa.

- Ponte en la cola de la izquierda, y cuando muestres tu pasaporte solicita hablar con el señor Mercedes -le había ordenado Helga cuando estaban sentadas en el Citroén en el aparcamiento de Heathrow.

- ¿Y qué pasa si me habla en alemán?

Este punto estaba fuera de su alcance.

- Si te pierdes, toma un taxi hasta el hotel Commodore, siéntate en el vestíbulo y espera. Es una orden. Mercedes, como el coche.

- ¿Y después qué?

- Charlie, creo que realmente estás siendo un poco obstinada y un poco estúpida. Por favor, déjalo ahora.

- O me pegarás un tiro -sugirió Charlie.

- ¡Señorita Palme! Pasaporte. Pase. ¡Si, por favor!

Palme era su nombre alemán. Se pronunciaba «Palmer», le había dicho Helga. Había sido pronunciado por un árabe pequeño y jovial, con barba de un día, cabello rizado y ropas raídas inmaculadas.

- Por favor -repitió, y le tiró de la manga. Su chaqueta estaba abierta y tenía una enorme automática plateada metida en la pistolera. Había veinte personas entre ella y el funcionario de inmigración, y Helga no le había dicho que iba a ser así.

- Soy el señor Danny. Por favor, señorita Palme. Venga.

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