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- Primero vas al final de la calle, das la vuelta y regresas -había dicho Helga, de modo que obedientemente hizo una primera pasada y se aseguró de que el teléfono no parecía demasiado destrozado, aunque para entonces había decidido que era un lugar absurdamente obvio para dar vueltas esperando llamadas telefónicas de terroristas internacionales. Dio la vuelta y comenzó a retroceder otra vez y, al hacerlo, vio con infinito fastidio, a un hombre que entraba en la cabina y cerraba la puerta. Echó una mirada a su reloj y comprobó que faltaban todavía doce minutos, de modo que, no demasiado preocupada, se instaló a unos metros de distancia y esperó. El llevaba un sombrero de corcho, como un pescador, y un abrigo de cuero con cuello de piel, excesivo para un día tan pegajoso. Le daba la espalda y hablaba en un italiano torrencial. «Por eso necesita el forro de piel -pensó-. Su sangre latina no se lleva bien con nuestro clima.» La propia Charlie seguía usando la misma ropa que tenía cuando se ligó al joven Matthew en la reunión de Al: unos tejanos viejos y su chaqueta tibetana. Se había peinado, pero no cepillado el cabello. Se sentía tensa y perseguida y pensó que se le notaba.

Faltaban siete minutos y el hombre de la cabina se había embarcado en uno de esos apasionados monólogos italianos que podían versar tanto sobre el amor no correspondido como sobre el estado de la bolsa de Milán. Nerviosa ahora, se mojó los labios y examinó la calle, pero no había un alma. Ni siniestros sedanes negros ni hombres de pie en las puertas; tampoco había ningún Mercedes rojo. El único coche a la vista era una furgoneta pequeña, de carrocería rayada y con la puerta del conductor abierta directamente frente a ella. De todos modos, estaba comenzando a sentirse muy desnuda. Dieron las ocho, anunciadas por una sorprendente variedad de carillones seculares y religiosos. Helga había dicho a las ocho y cinco. El hombre había dejado de hablar, pero escuchó el tintineo de monedas en sus bolsillos mientras buscaba más. Después escuchó un golpecito con el que trataba de llamar su atención. Se volvió y lo vio con una moneda de cincuenta peniques, mirándola suplicante.

- ¿No puede dejarme pasar, primero? -dijo-. Tengo prisa. Pero el inglés no era su lengua.

«Al diablo con todo -pensó-. Helga tendrá que seguir marcando. Es exactamente lo que le dije que sucedería.» Sacándose la correa del bolso del hombro, lo abrió y hurgó en el fondo en busca de monedas de diez y de cinco, hasta que reunió las cincuenta. «¡Cristo, mira el sudor de mis dedos!» Le tendió el puño, con los dedos húmedos hacia abajo, dispuesta a dejar caer las monedas en su agradecida palma latina, y vio que él la apuntaba con una pistola pequeña por entre los pliegues de la chaqueta abierta, exactamente al punto en el que su estómago se encontraba con las costillas, un juego de manos tan limpio como el mejor que pudiera encontrarse. No era un arma grande, «aunque las armas parecen mucho más grandes cuando están apuntándote», observó. Más o menos del tamaño de la de Michel. Pero como le había dicho el propio Michel, toda pistola es un compromiso entre el disimulo, el transporte sencillo y la eficacia. Seguía sosteniendo el teléfono en la otra mano y ella supuso que del otro lado seguía escuchando a alguien, porque, aunque ahora le estaba hablando a Charlie, mantenía la cara cerca de la boquilla.

- Lo que harás es caminar junto a mí hasta el coche, Charlie - explicó en buen inglés-. Te mantienes a mi derecha, caminas un poquito por delante de mí, las manos a la espalda, donde pueda verlas. Juntas a la espalda, ¿me sigues? Si tratas de huir o haces una señal a alguien, si gritas, entonces te dispararé en el lado izquierdo…, aquí, y te mataré. Si aparece la policía, si alguien dispara, si sospechan de mí, me da lo mismo. Te mataré.

Le mostró el punto en su propio cuerpo, de modo que compren-diera. Agregó algo en italiano en el teléfono y colgó. Después salió a la acera y le dedicó una gran sonrisa confiada, justo en el momento en que su cara estaba más cerca de la de ella. Era una verdadera cara italiana, sin una sola línea desperdiciada. Y también una verdadera voz italiana, rica y musical. Podía imaginarla sonando en antiguos mercados y dando charla a las mujeres en sus balcones.

- Vamos -dijo él. Una mano había quedado en el bolsillo de su chaqueta-. No demasiado rápido. ¿De acuerdo? Tranquila y normal.

Un momento antes había estado necesitando desesperadamente hacer pis, pero al caminar la urgencia desapareció y en su lugar padeció un calambre en la nuca y un zumbido en el oído derecho parecido al de un mosquito en la oscuridad.

- Cuando llegues al asiento del acompañante, pon las manos en el tablero -le aconsejó mientras caminaba detrás de ella-. La chica que está atrás también tiene una pistola y es muy, rápida para dispararle a la gente. Mucho más rápida que yo.

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