Читаем La chica del tambor полностью

- El Jalil no confía en nadie, no tiene una chica fija. Jamás duerme dos noches en la misma cama. Se ha desconectado de la gente. Ha reducido sus necesidades básicas hasta el punto en que es casi autosuficiente. Un operario inteligente -terminó Kurtz, dedicándole su sonrisa más indulgente. Pero cuando encendió otro cigarro, ella supo por el temblor de la cerilla que estaba de verdad muy enojado.

¿Por qué no vacilaba?

Había descendido sobre ella una calma extraordinaria, una lucidez de sentimiento que estaba más allá de lo que había conocido hasta entonces. Joseph, no había dormido con ella para echarla, sino para retenerla. Estaba sufriendo por ella todos los temores y las vacilaciones que deberían haber sido sólo suyos. Sin embargo, ella sabía también que en este secreto microcosmos de existencia que habían creado para ella, retroceder ahora era retroceder para siempre; que un amor que no progresaba, jamás podía renovarse; sólo podía hundirse en el pozo de mediocridad al cual se habían consignado sus otros amores desde que había empezado su vida con Joseph. El hecho de que él deseaba que se detuviera, no la arredró; por el contrario, fortificó su resolución. Eran socios. Eran amantes. Estaban casados con un destino común, una común marcha hacia adelante.

Estaba preguntando a Kurtz cómo reconocería a la presa. ¿Se parecía a Michel? Marty sacudía la cabeza y reía.

- ¡Ay, querida, jamás posó para nuestros fotógrafos!

Después, mientras Joseph apartaba deliberadamente la vista en dirección a la ventana manchada de hollín, Kurtz se puso rápidamente en pie y sacó de un viejo portafolios que estaba junto al sillón en el que había estado sentado, lo que parecía un gordo recambio de bolígrafo, ondulado en un extremo por un par de delgados alambres rojos que se destacaban como las patillas de una langosta.


- Esto es lo que llamamos un detonador, querida -explicó, mientras su dedo rechoncho daba golpecitos sobre el recambio-. Aquí, en el extremo, está el tapón y metidos en el tapón están los alambres. Necesita un poco de alambre. El resto, lo que sobra, lo embala así. -Y sacando, también del portafolios, un par de pinzas, cortó cada cable por separado, dejando del mismo unas dieciocho pulgadas. Después, con un gesto hábil y experimentado, enrolló los cables sobrantes hasta formar un títere completo, hasta con cinturón. Luego se lo pasó-. La muñequita es lo que llamamos su firma. Más pronto o más tarde, todos reciben una firma. Esta es la suya.

Dejó que se lo sacara de las manos.

Joseph tenía un domicilio para que fuera. La pequeña mujer de marrón la acompañó hasta la puerta. Salió a la calle y encontró un taxi esperándola. Amanecía y los gorriones empezaban a cantar.


20


Salió más temprano de lo que le había dicho Helga, en parte porque en cierto sentido era aprensiva y en parte porque se había revestido deliberadamente de un escepticismo basto con referencia a la totalidad del plan. «¿Y qué pasa si no funciona? -había objetado-. Esto es Inglaterra, Helg, no la supereficiente Alemania… ¿Y qué pasa si cuando llamas está comunicando?» Pero Helga se había negado a considerar estos argumentos. «Haz exactamente lo que se te ordena, deja el resto para mí.» De modo que partió de Gloucester Road y se sentó arriba, pero en lugar de coger el primer bus posterior a las siete y media, cogió el que llegaba pasadas las ocho. En la estación de metro de Tottenham Court Road tuvo suerte: en el momento en que llegaban a la plataforma sur, salía un tren, con el resultado de que tuvo que quedarse sentada mucho tiempo en Embankment, hasta que hizo su última conexión. Era una mañana de domingo y, aparte de algunos insomnes y devotos, era la única persona despierta en todo Londres. La City, cuando llegó, había sido totalmente abandonada, y sólo tuvo que encontrar la calle para ver la cabina telefónica a unas cien yardas adelante, exactamente como la había descrito Helga, que le hacía guiños como un faro. Estaba vacía.

Перейти на страницу:

Похожие книги