Читаем La chica del tambor полностью

Pensó en murciélagos y otras pesadillas; en algas que se arrastraban sobre su cara. Una escalera con barandilla de hierro conducía a una galería de pino conocida eufemísticamente como «la habitación común» y que le recordaba a Michel desde su visita clandestina al dúplex de Munich. Cogiéndose de la barandilla, la siguió escaleras arriba; después se quedó inmóvil en la galería, contemplando la penumbra del vestíbulo y escuchando mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Distinguió el escenario, después las infladas nubes sicodélicas del telón de foro, después las vigas y el techo. Desechó el resplandor plateado de su único spot, un faro transformado por un chico de las Bahamas llamado Gums, que lo había birlado de un cementerio de automóviles. En la galería había un viejo sofá y junto a él una mesa recubierta de plástico que reflejaba el resplandor de la ciudad que entraba por la ventana. Sobre la mesa estaba el teléfono negro, que era para uso exclusivo del personal, y el cuaderno en el cual se suponía que había que anotar las llamadas personales, que provocaba por lo menos seis peleas frenéticas por mes.

Sentada en el sofá, Charlie esperó a que su estómago se desanudara y su pulso bajara de las trescientas pulsaciones. Entonces levantó a la vez el teléfono y la horquilla y los dejó en el suelo, debajo de la mesa. En el cajón de la mesa solía haber un par de bujías domésticas para cuando no funcionara la instalación eléctrica, lo que sucedía a menudo, pero alguien las había birlado también. De modo que retorció una página de una vieja revista parroquial, haciendo una pajuela y, metiéndola dentro de una taza sucia, encendió un extremo para hacer un sebo. Con la mesa arriba y el parapeto a un lado, la llama quedaba tan contenida como era posible, pero de todos modos la apagó de un soplido después de marcar. Tenía que marcar un total de quince números, y la primera vez el teléfono se limitó a aullar. La segunda vez marcó mal y se encontró con un italiano loco que le gritaba, y la tercera, se le resbaló el dedo, pero la cuarta vez consiguió un silencio pensativo seguido por el sonido agudo de una llamada continental, seguido a su vez mucho después por la voz estridente de Helga hablando alemán.

- Es Joan -dijo Charlie-. ¿Me recuerdas?

- Y le respondió otro silencio pensativo.

- ¿Dónde estás, Joan?

- Ocúpate de tus malditos asuntos.

- ¿Tienes un problema, Joan?

- No exactamente. Sólo quería darte las gracias por llevar a los cerdos hasta mi maldita puerta.

Y después, para gloria suya, la poseyó la vieja furia voluptuosa y se dejó llevar con un abandono que no había manejado desde la época que no le estaba permitido recordar, cuando Joseph la había llevado a ver a su pequeño amante antes de utilizarlo como carnada.

Helga la escuchó en silencio.

- ¿Dónde estás? -dijo cuando le pareció que Charlie había terminado. Hablaba a disgusto, como si estuviera quebrantando sus propias reglas.

- Olvídalo -dijo Charlie.

- Te pueden ver en alguna parte? Dime dónde estarás las próximas cuarenta y ocho horas.

- No.

- ¿Puedes volver a telefonearme dentro de una hora, por favor?

- No puedo.

Hubo un largo silencio.

- ¿Dónde están las cartas?

- A salvo.

Otro silencio.

- Busca lápiz y papel.

- No necesito.

- Hazlo de todos modos. No estás en condiciones de recordar nada con exactitud. ¿Estás

lista?

No era una dirección ni tampoco un número de teléfono. Pero sí una calle, una hora y la ruta por la cual debía aproximarse.

- Haz exactamente lo que te digo. Si no puedes hacerlo, si tienes más problemas, llama al número de la tarjeta de Anton y di que deseas encontrar a Petra. Trae las cartas. ¿Me oyes? Petra y las cartas. Si no las traes, nos enojaremos muchísimo contigo.

Al cortar la comunicación, Charlie percibió el sonido de unas manos aplaudiendo suavemente desde la platea, abajo. Fue hasta el borde del balcón, miró y para su inconmensurable alegría vio a Joseph sentado solo en el centro de la primera fila. Se volvió y bajó corriendo las escaleras a su encuentro. Llegó al último escalón y lo encontró esperando con los brazos tendidos. Tenía miedo de que tropezara en la oscuridad. La besó y siguió besándola; después, la llevó de regreso a la galería, rodeándola con su brazo aun en la porción más angosta de la escalera y llevando una cesta en la otra mano.

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