Читаем La chica del tambor полностью

- Y sabes de qué querían hablar realmente, ¿no? -y la amenazó con su brazo-. ¡De ti, chica! ¡De ti y de mí y nuestra maldita política,!oh, sí! ¿Por casualidad no habría entre nuestros conocidos algunos amigables activistas palestinos? Mientras tanto, me dicen que me abrí la bragueta delante de un bonito niño cobrizo en el baño de caballeros del Rising Sun e hice con la mano derecha movimientos como si me masturbase. Y cuando no están diciéndome eso, me están diciendo que me arrancarán las uñas una a una y me darán diez años en Sing Sing por tramar complots anarquistas con mis amiguitos maricas de las islas griegas, como Willy y Pauly. ¡Quiero decir que ya estamos, chica! Este es el día uno y nosotros, en esta habitación, somos la vanguardia.

Le habían golpeado la oreja con tanta fuerza que no se escuchaba hablar, dijo; sus pelotas eran como huevas de ostra y miren el maldito hematoma de su brazo. Lo tuvieron en conserva veinticuatro horas y le interrogaron durante seis. Le ofrecieron el teléfono, pero no monedas, y cuando pidió una guía telefónica resultó que la habían perdido, así que ni siquiera pudo llamar a su agente. Después, absurdamente, habían dejado caer el cargo de exhibición indecente y lo habían dejado salir bajo fianza.

Entre los presentes había un chico llamado Matthew, un aprendiz de contable de mejillas regordetas que buscaba emociones. Y tenía un piso. Para su sorpresa, Charlie fue allí y durmió con él. Al día siguiente no había ensayo y ella había estado pensando en visitar a su madre, pero a la hora del almuerzo, cuando despertó en la cama de Matthew, no tuvo estómago para hacerlo, así que la llamó por teléfono y canceló la visita. Probablemente fue esto lo que decidió a la policía, porque cuando llegó a la puerta del café de Goa esa tarde, encontró un coche patrulla aparcado junto al bordillo y a un sargento de uniforme parado en la puerta abierta y junto a él el chef, sonriéndole con turbación asiática.

«Ha sucedido -pensó tranquilamente-. Y ya era tiempo. Finalmente, han dejado el trabajo fino.»

El sargento pertenecía al tipo de hombre de ojos furiosos y pelo corto que odia a todo el mundo, pero más que a nadie a los indios y las mujeres bonitas. Tal vez fue este odio el que lo cegó, en ese momento crucial, con referencia a la posible identidad de Charlie.

- El café está temporalmente cerrado -le espetó-. Busque otro lugar.

La aflicción engendra sus propias respuestas.

- ¿Es que ha muerto alguien? -preguntó temerosamente.

- Si es así, no me lo han dicho. Se ha visto a un sospechoso en el local. Nuestros oficiales están investigando. Y ahora, lárguese.

Tal vez había estado demasiado tiempo trabajando y tenía sueño. Tal vez no conocía la velocidad de pensamiento y movimientos que puede desarrollar una chica impulsiva. En cualquier caso, en un segundo pasó bajo su brazo y estuvo dentro del café, cerrando las puertas detrás de sí mientras corría. El café estaba vacío y las máquinas apagadas. Su propia puerta estaba cerrada, pero escuchó el murmullo de voces masculinas. Abajo, el sargento aullaba y golpeaba la puerta. Escuchó: «Eh, usted. Deténgase. Salga.» Pero débilmente. Pensó: llave, y abrió el bolso. Vio el pañuelo de cabeza blanco y se lo puso, un cambio relámpago entre escenas. Después tocó el timbre, dos timbrazos rápidos, confiados. Movió la solapa del buzón.

- ¿Chas? ¿Estás ahí? Soy yo, Sandy.

Las voces se acallaron de golpe; escuchó unos pasos y un susurro: «¡Harry, rápido!» La puerta se abrió y se encontró mirando directamente a los ojos de un hombrecito salvaje, de cabello gris y traje gris. Detrás de él, veía las atesoradas reliquias de Michel dispersas por todas partes, la cama deshecha, los pósters en el suelo, la alfombra enrollada y las tablas del piso retiradas. Vio una cámara boca abajo y un segundo hombre mirando por el visor y debajo varias de las cartas de su madre. Vio cortafríos, cortapapeles y su aspirante a amante del cine con sus gafas de abuelita, arrodillado entre una pila de sus lujosas ropas nuevas, y supo de una sola mirada que no estaba interrumpiendo la investigación, sino la irrupción misma.

- Busco a mi hermana Charmian -dijo-. ¿Quién demonios son ustedes?

- No está aquí -contestó el hombre cano, y ella percibió un ligerísimo acento galés y observó marcas de uñas en su mandíbula. Sin dejar de mirarla, levantó la voz hasta un bramido.

- ¡Sargento Mallis! ¡Sargento Mallis, saque a esta dama de aquí y tómele los datos!

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