Le cerraron la puerta en la cara. Desde abajo llegaba el sonido del desafortunado sargento, que seguía aullando. Bajó suavemente las escaleras, pero sólo hasta el rellano, desde donde se deslizó entre montones de cajas de cartón en dirección a la puerta del patio. Tenía puesto el cerrojo, pero no estaba cerrada con llave. El patio daba a un callejón y el callejón a una calle donde vivía la señorita Dubber. Al pasar junto a su ventana, Charlie golpeó y le dedicó un alegre ademán de saludo. Nunca sabría cómo se las arregló para hacerlo, de dónde sacó el coraje. Siguió caminando, pero detrás de ella no se escucharon pasos ni voces furiosas. Ningún coche frenó a su lado. Llegó al camino principal y en algún punto del camino se puso un guante de cuero, que era lo que Joseph le había dicho que hiciera si la hacían correr. Vio un taxi libre y lo detuvo. «Bueno - pensó alegremente-, aquí estamos.» Fue sólo mucho, mucho más tarde en sus muchas vidas, cuando le pasó por la cabeza la idea de que la habían dejado ir deliberadamente.
Joseph había ordenado que dejara fuera del asunto a su Fiat y, aunque a regañadientes, supo que tenía razón. De modo que se movió por pasos, nada apresurado. Estaba tratando de contenerse. «Después del taxi, damos un paseo en bus -se dijo-, caminamos un poco y luego un trecho en metro.» Su mente estaba afilada como un hacha, pero tenía que poner las ideas en orden. Su alegría no había disminuido. Sabía que tenía que controlar con firmeza sus respuestas antes de hacer el movimiento siguiente, porque si estropeaba eso, estropeaba todo el espectáculo. Joseph se lo había dicho y ella le creía.
«Estoy huyendo. Me siguen. ¡Cristo, Helg!, ¿qué hago?»
«Puedes llamar a este número sólo en caso de extrema emergencia, Charlie. Si llamas innecesariamente, nos enojaremos mucho, ¿me oyes?»
«Sí, Helg; te oigo.»
Se sentó en una taberna y bebió uno de los vodkas de Michel, recordando el resto de consejo gratuito que Helga le había dado mientras Mesterbein remoloneaba en el coche. «Asegúrate de que no te siguen. No uses el teléfono de amigos o de tu familia. No uses la cabina de la esquina o la de enfrente o la que esté calle arriba o calle abajo de tu piso.
»Nunca, ¿me oyes? Todas son extremadamente peligrosas. Los cerdos pueden intervenir un teléfono en un segundo, puedes estar segura. Y nunca uses dos veces el mismo teléfono. ¿Me oyes, Charlie?»
«Te oigo perfectamente, Helg.»
Salió a la calle y vio a un hombre mirando el escaparate oscuro de una tienda, y a un segundo alejándose lentamente de él hacia un coche con antena aparcado. Entonces le poseyó el terror y era un sentimiento tan horrible que deseaba dejarse caer gimoteando en la acera y confesarlo todo y rogarle al mundo que la aceptara de nuevo. La gente que estaba delante de ella era tan aterradora como la que estaba detrás; las líneas fantasmales del bordillo conducían a un espantoso punto impreciso que era su propia extinción. «Helga -rezó-. ¡Oh, Helg, sácame de esto!» Cogió un bus en dirección equivocada, esperó, cogió otro y volvió a caminar, pero se salteó el metro porque la idea de estar bajo tierra la asustaba. De modo que cedió y tomó otro taxi y miró por la ventanilla posterior. Nada la seguía. La calle estaba vacía. Al demonio con el paseo, al demonio con los metros y los buses.
- Peckham -le dijo al conductor, y fue directo hasta las puertas, como es debido.
El vestíbulo que usaban para los ensayos estaba en la parte trasera de la iglesia. Era un lugar parecido a un granero, contiguo a un campo de juegos aventurero que los chicos habían destrozado hacía tiempo. Para llegar, tenía que bajar junto a una hilera de tejos. No había luces, pero tocó el timbre a causa de Lofty, un boxeador retirado. Lofty era el guardián nocturno, pero desde los cortes venía como mucho tres noches por semana y, para su alivio, el timbre no produjo ruido de pasos como respuesta. Abrió la puerta y entró, y el frío aire institucional le recordó la iglesia de Cornish, a la que había entrado después de haber colocado su corona al revolucionario desconocido. Cerró la puerta detrás de sí y encendió una cerilla. Su llama aleteó en los pulidos azulejos verdes y la alta bóveda del techo de pino victoriano. Llamó: «Loftyyyy», bromeando para mantener alto el espíritu. La cerilla se apagó, pero encontró la cadena de la puerta y la hizo deslizarse por su canal antes de encender otra cerilla. Su voz, sus pasos, el ruido metálico de la cadena en medio de la profunda oscuridad, siguieron sonando locamente durante horas.