Читаем La chica del tambor полностью

Es uno de sus controles periódicos, se dijo. La brigada de Investigación Discreta, entrometiéndose con sus botas claveteadas para completar su dossier antes de Navidad. Habían estado haciéndolo regularmente desde que había empezado a ir a las tribunas. Excepto que, por alguna razón, no parecía cosa de rutina. No toda una mañana y tres de ellos. Eso estaba reservado a los V.I.P.

Después vino lo de la peluquera.

Había hecho una cita para las once y la mantuvo, con o sin almuerzo. La propietaria era una generosa dama italiana llamada Bibi. Cuando vio entrar a Charlie, frunció el entrecejo y dijo que ese día iba a atenderla ella misma.

- ¿Has vuelto a salir con un tipo casado? -aulló, mientras echaba champú en el pelo de Charlie-. No tienes buen aspecto, ¿sabes? ¿Has sido una mala chica, le has robado el marido a alguien? ¿Qué haces, Charlie?

«Tres hombres -dijo Bibi, obligada por Charlie-. Ayer.» Dijeron que eran inspectores de impuestos; querían ver la agenda de Bibi y las cuentas del valor añadido.

Pero en realidad, lo que de verdad querían era saber sobre Charlie.

- «¿Quién es esta Charlie de aquí?», me dicen. «¿La conoce bien, Bibi?» Claro, les digo. «Charlie es una buena chica, una cliente.» «¡Ah, una cliente!, ¿eh? Le habla de sus amiguitos, ¿eh? ¿A quién se ha conseguido? ¿Dónde duerme estos días?» Todo acerca de que has estado de vacaciones…, con quién vas, dónde vas después de Grecia. Yo no les digo nada. Confía en Bibi.

Pero ya en la puerta, después de que Charlie hubo pagado, Bibi se puso un poco desagradable, por primera vez.

- No vuelvas por un tiempo, ¿de acuerdo? No me gustan los problemas. No me gusta la policía.

- A mí tampoco, Beeb. Créeme, a mí tampoco. Y menos que nadie esas tres bellezas.

«Cuanto más pronto sepan de ti las autoridades, más pronto forzaremos la mano de la oposición», le había prometido Joseph. Pero no le había dicho que iba a ser así.

Después, menos de dos horas más tarde, llegó el chico bonito.

Había comido una hamburguesa en alguna parte y luego empezó a caminar, pese a que estaba lloviendo, porque tenía la estúpida idea de que mientras se mantuviera en movimiento estaba segura, y bajo la lluvia más segura todavía. Se encaminó hacia el oeste, pensando vagamente en Primrose Hill; después cambió de idea y saltó a un autobús. Probablemente fuera una coincidencia, pero cuando miró atrás desde la plataforma vio a un hombre que se metía en un taxi, a unas cincuenta yardas de allí. Y repasando el incidente, creyó recordar que había bajado bandera antes de que el tipo lo detuviera.

- «Manténte dentro de la lógica de la ficción -le había dicho Joseph una y otra vez-. Cede y habrás estropeado la operación. Pégate a la ficción y, cuando todo haya terminado, repararemos los daños.»

A medio camino del pánico, pensó en arrastrarle hasta lo de la modista y pedir ver a Joseph inmediatamente. Pero su lealtad hacia él la retuvo. Le amaba sin vergüenza y sin esperanza. En el mundo que él había vuelto de cabeza para ella, era lo único permanente, tanto en la ficción como en los hechos.

De modo que en lugar de eso fue al cine y allí fue donde trató de ligársela el hombre bonito. Y donde estuvo a punto de dejar que lo hiciera.

Era alto y malicioso, con un largo abrigo de cuero, nuevo, y gafas de abuelita, y cuando, durante el intermedio, se dirigió hacia ella por la fila, supuso estúpidamente que lo conocía y en su desconcierto no supo darle un nombre o un lugar. De modo que le devolvió la sonrisa.

- ¡Hola! ¿Cómo está? -exclamó él, sentándose a su lado-. Charmian, ¿no es verdad? ¡Dios, sí que estuvo bien en Alpha Beta el año pasado! ¿No estuvo realmente maravillosa? Tome unas palomitas de maíz.

De pronto, nada encajaba. La sonrisa despreocupada no encajaba con la mandíbula parecida a la de un esqueleto; las gafas de abuelita no se llevaban bien con los ojos de rata; las palomitas no tenían nada que ver con los zapatos lustrados y el abrigo de cuero, seco, no guardaba relación con el tiempo. Había llegado allí desde la luna, sin otra intención que la de detenerla.

- ¿Quiere que llame al gerente o se va solo? -dijo.

El se mantuvo en sus trece, protestando, sonriendo con afectación, preguntándole si era un fraude, pero cuando ella se precipitó en el vestíbulo, el personal había desaparecido como nieve de verano. No había nadie, excepto una chica negra, menuda, en la ventanilla, que fingió que estaba demasiado ocupada contando el cambio.

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