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Si, era una frase que Kurtz también decía a menudo. Esbozando su sonrisa de pirata, Kurtz dijo:

- Si quieres cazar un león, primero tienes que atar una cabra, a modo de cebo.

Pasando el instante de camaradería entre adversarios, la cara de Picton volvió a adquirir expresión pétrea. Con sequedad dijo:

- Dicho con los debidos formalismos, mi jefe les felicita. Hemos cerrado el trato con ustedes.

Picton dio marcialmente media vuelta y se encaminó hacia la casa, dejando que Kurtz y la «Señora O'Flaherty» le siguieran. Apuntando con el bastón a Kurtz, y en una última afirmación de colonial autoridad, Picton dijo:

- Y diga también lo siguiente a su jefe: que haga el maldito favor de dejar de utilizar nuestros malditos pasaportes. Si otra gente puede vivir sin nuestros pasaportes, también él se las podrá arreglar.

Durante el viaje de regreso a Londres, Kurtz obligó a Litvak a sentarse a su lado, con el fin de enseñarle modales británicos. Meadows, quien al parecer había recuperado la voz, quería discutir el problema de la orilla occidental. ¿Cómo se puede solucionar, a su juicio, señor? Supongo que por el medio de ofrecer un trato justo a los árabes, ¿verdad señor? Pero Kurtz no quiso entrar en la inútil conversación, y se abandonó a unos recuerdos que hasta el momento había procurado evitar.

En Jerusalén hay una vieja prisión de trabajos forzados en la que ya nadie es ahorcado, en los presentes tiempos. Kurtz conocía bien esta prisión. Estaba cercana al antiguo establecimiento ruso, a la izquierda según se va en dirección descendente por la vieja carretera hecha a mano, y al detenerse ante el viejo portalón de la Prisión Central de Jerusalén. Hay un cartel que dice: «AL MUSEO», y en el mismo cartel también se dice: «SALA DE HEROÍSMO.» Y también hay un hombre viejo y arrugado que se encuentra en la parte exterior, y que hace una reverencia cuando uno entra, acompañada de un saludo con el sombrero, con el que poco le falta para barrer el suelo. La entrada vale quince shekel, aunque muestra tendencia a subir. Este es el lugar en que los ingleses ahorcaban a los judíos durante el Mandato, y lo hacían con una cuerda cuyo nudo final iba forrado de cuero. Bueno, en realidad no ahorcaron a muchos judíos, aunque ahorcaron árabes a granel. Pero éste es el lugar en que ahorcaron a dos amigos de Kurtz, en los años en que éste estaba en el Irgun, junto con Misha Gavron. A Kurtz bien hubiera podido caerle en suerte el ser ahorcado también. Le habían encerrado en la cárcel dos veces, y le habían interrogado cuatro. Y los problemas que de vez en cuando tenía con su dentadura se debían, según el dentista, a las palizas que le había propinado un amable y joven oficial de seguridad, ahora ya muerto, cuyos modales, aunque no su aspecto físico, evocaban en la memoria de Kurtz a Picton.

Pero, de todas maneras, el tal Picton era un buen hombre, pensó Kurtz, sonriendo en su fuero interno, mientras examinaba las posibilidades de dar otro paso con éxito, a lo largo de su camino. Quizá Picton fuera un poco rudo, de palabras y mano duras, y un poco entristecido por su afición al alcohol, lo cual era una verdadera lástima. Pero a fin de cuentas, tenía un normal y corriente sentido de la justicia. Era un buen profesional. Y un buen cerebro, dentro de su violencia. Misha siempre decía que había aprendido mucho de Picton.


19


Fue el regreso a Londres y la espera. Durante dos húmedas semanas de otoño, desde que Helga le había dado la terrible noticia, la Charlie de su imaginación había entrado en un infierno mórbido y vengativo, y ardía en él sola. Estoy en shock; soy una plañidera obsesiva, solitaria, sin un amigo a quien recurrir. Soy un soldado que ha perdido su general, un revolucionario separado de la revolución. Hasta Cathy la había abandonado.

- A partir de ahora, te las arreglarás sin niñera -le dijo Joseph con una sonrisa cansada-. No podemos permitir que vuelvas a entrar en las cabinas telefónicas.

Sus encuentros durante ese período fueron escasos y formales; por lo general, se trataba de citas en la carretera cuidadosamente planeadas. A veces la llevaba a restaurantes discretos en los alrededores de Londres; una vez, a Burnham Beeches a dar un paseo; y una vez al zoo de Regent's Park. Pero fueran donde fuesen, le hablaba sobre su estado mental y la examinaba constantemente, pro-poniéndole diversas contingencias, sin describir jamás con exactitud de qué se trataba.

- ¿Qué harán ahora? -preguntó ella.

«Están comprobando; te están observando. Pensando en ti.»

A veces, la alarmaban sus insólitos arrebatos de hostilidad hacia él, pero él, como un buen médico, se apresuraba a asegurarle que los síntomas eran normales en sus condiciones.

- ¡Soy el enemigo arquetípico, por Dios! Maté a Michel, y si tuviera la menor oportunidad te retaría a ti. Es lógico que tengas serios recelos, ¿por qué no?

«Gracias por la absolución -pensó ella, maravillándose secretamente de las facetas aparentemente interminables de su esquizofrenia compartida-: comprender es perdonar.»

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