Kurtz comenzó a explicar, con toda sinceridad, que los procesos de toma de decisión en los más altos niveles de la sociedad israelita, siempre habían sido un tanto misteriosos para él. Pero Picton no estaba dispuesto a escuchar contestaciones de este tipo, y dijo:
- Pues bien, a Misha esto no le va a dar buenos resultados, ni mucho menos. Ya puede usted decírselo de mi parte. Esos palestinos se vengarán, y no les van a dejar en paz hasta el fin del mundo.
En esta ocasión, Kurtz se limitó a sonreír y a menear la cabeza con expresión de incredulidad ante los extraños giros del destino. Animado sólo por simple curiosidad, Picton preguntó:
- Misha Gavron era Irgun, ¿verdad?
Kurtz le corrigió:
- No. Era Haganah.
- ¿Y usted qué hacía, en aquel entonces?
Kurtz fingió el tono de tímida lamentación de los perdedores:
- Afortunadamente o no, comandante, nosotros, los Raphael, llegamos a Israel demasiado tarde para resultar molestos a los ingleses.
Picton dijo:
- ¡Oiga, no me torne el pelo! Sé perfectamente de dónde Misha Gavron se saca a sus amigos y colaboradores. ¡Yo fui quien le dio a Misha el maldito cargo que ahora tiene!
Con su sonrisa a prueba de bombas, Kurtz dijo:
- Lo sé. El mismo me lo dijo.
El muchacho vestido para practicar atletismo mantenía abierta una puerta. Los dos hombres la cruzaron. En una larga vitrina había una colección de armas caseras, destinadas a matar en silencio: un picaporte erizado de púas, una vieja aguja de sombrero muy herrumbrosa a la que le habían añadido un mango de madera, jeringuillas fabricadas en casa, un torniquete para dar garrote…
Después de mirar nostálgicamente estos instrumentos durante unos instantes, Picton dijo al muchacho:
- Las etiquetas están borrosas. A las diez en punto del lunes quiero ver etiquetas nuevas, o de lo contrario te meto un tubo. Tú verás.
Picton salió de nuevo al aire libre, mientras Kurtz caminaba cortésmente a su lado, y la «Señora O'Flaherty», que había esperado en el exterior, se ponía a seguir a su amo, rozándole los talones.
Como el hombre que se ve obligado a ceder, en contra de su voluntad, Picton dijo:
- Bueno, ¿qué quiere usted? Y no me diga que ha venido para entregarme una carta de amor de mi viejo camarada Misha, porque no le creeré. De todas maneras, dudo mucho que le crea, diga lo que diga. Es muy difícil que gentes como usted me convenzan de algo.
Kurtz sonrió y meneó la cabeza en gesto indicativo de lo mucho que le divertía el ingenio inglés de Picton. En el tono de un simple mensajero, Kurtz dijo:
- Bueno, señor, Misha estima que en este caso una simple detención resultaría improcedente, habida cuenta, como es natural, lo muy delicadas que son nuestras fuentes de información.
Feroz, Picton dijo:
- Pues yo pensaba que sus fuentes de información eran buenos amigos.
Sin dejar de sonreír, Kurtz prosiguió:
- E incluso en el caso de que Misha accediera a que se efectuara una detención con todos los formalismos, se pregunta qué acusaciones se formularían contra la señora en cuestión, y ante qué autoridad judicial. ¿Quién puede probar que los explosivos iban ya en el automóvil, mientras esta señora lo conducía? La señora dirá que los explosivos fueron cargados en el automóvil después. Y, con ello, nos quedamos con un caso de poca importancia, en el que la máxima acusación sería la de conducir un automóvil al través de Yugoslavia, con documentación falsa. ¿Y dónde está esa documentación? ¿Quién puede demostrar que realmente existió? Sería un caso muy endeble.
Picton se mostró de acuerdo:
- Mucho.
Mirando de soslayo a Kurtz, Picton preguntó:
- Misha se hizo abogado, cuando ya era viejo, ¿verdad? ¡Cristo, esto sería algo así como si un cazador furtivo pasara a ser guarda-bosque!
- El caso es que Misha también tiene en cuenta el valor de esta señora, su valor para nosotros, y también para ustedes, habida cuenta de la posición en que se encuentra, un estado al que bien pudiéramos llamar de casi inocencia. ¿Qué sabe esta señora, a fin de cuentas? ¿Qué puede revelar? Por ejemplo, fijémonos en el caso de la señorita Larsen.
- ¿Larsen?
- Si, es la señora danesa que quedó tan fatalmente afectada por el desdichado accidente en las afueras de Munich.
- ¿Qué pasa con esa señora?
Después de formular la pregunta, Picton se detuvo en seco y, de arriba abajo, dirigió a su interlocutor una furiosa mirada de crecientes sospechas. Kurtz dijo:
- La señorita Larsen también conducía automóviles y hacía recados por cuenta de su amiguete palestino. Se trataba del mismo amiguete. La señorita Larsen incluso colocaba bombas, por cuenta del mismo individuo. Lo hizo en dos ocasiones, quizá en tres. Sobre el papel, la señorita Larsen estaba muy comprometida.
Kurtz hizo una breve pausa, meneó la cabeza, y añadió:
- Pero en lo tocante a información utilizable, la señorita Larsen era una jarra vacía.
Sin que la amenazadora proximidad de Picton le afectara en absoluto, Kurtz levantó las manos y las abrió palma arriba para demostrar lo muy vacía que era la jarra a la que se había referido. Añadió: