Читаем La chica del tambor полностью

- Aeropuerto de Orly, hace treinta y seis horas. Berger y Mesterbein dispuestos a volar de París a Exeter. Mesterbein encargó que le tuvieran dispuesto un coche de alquiler de la Hertz, sin chófer, en el aeropuerto de Exeter. Estos dos regresaron a París anoche, sin las orquídeas, por los mismos medios de transporte. La Berger viajaba con el nombre de María Brinkhausen, de nacionalidad suiza, que es otro alias que debemos añadir a sus muchos otros. Su pasaporte era uno de los muchos pasaportes preparados por los alemanes del Este, para uso de los palestinos.

En esta ocasión, Malcolm no había esperado a que le dieran la orden. Ya había salido del cuarto.

Mientras esperaban, Picton dijo, no sin ironía:

- Lástima que no los haya usted fotografiado también, en el momento de llegar a Exeter.

Con religioso respeto, Kurtz dijo:

- Comandante, sabe usted muy bien que las leyes no nos permiten hacer esto en la Gran Bretaña.

Picton dijo:

- ¿Ah no? ¡Oh!

- Nuestros superiores han hecho un trato de reciprocidad, señor. Ninguno de nosotros dos podemos pescar en aguas del otro, sin permiso escrito.

Con siniestros acentos, Picton dijo:

- Ya, ya…

El policía galés decidió una vez más hacer alarde de sus dotes de diplomático, preguntando a Kurtz:

- ¿Exeter es la patria chica de la muchacha, verdad señor? ¿Es de Devon, la señorita? ¿Supongo que no va usted a creer que una chica campesina se dedica a terrorista? Normalmente no es así.

Pero, al parecer, Kurtz había dejado de recibir informaciones, justamente en el momento en que los hechos comenzaron a ocurrir en la costa de la Gran Bretaña. Oyeron pasos que subían la amplia escalera, y el gemido de los zapatos de ante de Malcolm. El galés, siempre impertérrito pasara lo que pasara, insistió en tono de lamentación:

- La verdad es que jamás relacionaría a una pelirroja con Devon. Y tampoco a una Charmian, si quiere que le diga la verdad. Una Rose, o una Bess, sí, eso sí. Pero una Charmian en Devon, no. Diría que eso de las Charmian puede darse más en la parte norte. O en Londres, muy probablemente.

Malcolm entró cautelosamente, midiendo los pasos. Llevaba un montón de expedientes, todos ellos fruto de las incursiones de Charlie en el campo de la izquierda militante. Los expedientes que se encontraban en la parte más baja de la pila estaban desgastados y manchados, de tanto ser consultados. De los bordes de las carpetas sobresalían recortes de prensa, y panfletos en ciclostil.

Con un gruñido de alivio, mientras dejaba el montón en la mesa, Malcolm dijo:

- Bueno, señor, si ésta no es la chica que buscamos, debiera serlo. Secamente, Picton

dijo:

- ¡El almuerzo!

Y después de haber farfullado un largo torrente de órdenes a sus subordinados, acompañó a sus invitados a un amplísimo comedor que olía a coles y a barniz de muebles.

Una gran lámpara de lágrimas de cristal colgaba sobre una mesa de unos diez metros, en la que ardían dos velas, en tanto que dos camareros con relucientes chaquetas blancas estaban atentos a atender a todas las necesidades de los presentes. Picton comió estólidamente. Litvak, mortalmente pálido, tragó la comida como si fuera un inválido. Pero Kurtz hizo caso omiso de los estados de humor de los demás. Kurtz habló, aunque, como es natural, nada dijo acerca de los asuntos que les tenían a todos ocupados. Dijo que dudaba mucho que el comandante pudiera reconocer la ciudad de Jerusalén, en el caso de que tuviera la buena suerte de poder visitarla de nuevo. Dijo que realmente estaba gozando de aquella comida, que era la primera que hacía en un comedor de oficiales del ejército inglés. Pero, ni siquiera en estas circunstancias, Picton pudo comer ininterrumpidamente. Dos veces, el capitán Malcolm llamó a Picton a la puerta, para sostener con él una conversación en susurros. Y una vez, Picton fue llamado por teléfono por su jefe. Y, cuando llegó el pastel, Picton se puso súbitamente en pie, como si algún bicho le hubiera picado, entregó su servilleta de damasco a un camarero, y se fue, con el pretexto de hacer unas llamadas por teléfono, y quizá, también, a consultar el contenido de una alacena cerrada con llave, en su oficina, en donde Picton guardaba sus cosas, cosas de consumo privado.

El parque, con la salvedad de los siempre presentes centinelas, estaba tan desierto como el campo de deportes de una escuela en el primer día de vacaciones, y Picton caminaba por él con el aire de vigilante amor propio de un terrateniente, mirando inquisitivamente las vallas, y golpeando con el bastón todo aquello cuya visión le desagradaba. A su lado, y nueve pulgadas por debajo de su cabeza, Kurtz caminaba alegremente. Vistos desde lejos, aquellos dos bien hubieran podido ser un prisionero y un apresador, aunque hubiera resultado un tanto difícil determinar quién era quién. Detrás, arrastrando los pies, iba Litvak cargado con las carteras, y detrás de Litvak iba la «Señora O'Flaherty», la legendaria perra alsaciana de Picton.

Con voz lo bastante alta para que Litvak pudiera oírle, Picton soltó:

Перейти на страницу:

Похожие книги