Había llevado salmón ahumado y una botella de vino. Los había puesto sobre la mesa sin desenvolverlos. Sabía cuál era el lugar de los platos bajo el fregadero y cómo conseguir que se encendiera el fuego eléctrico en el enchufe sobrante de la cocina. Había llevado un termo con café y un par de mantas bastante oportunas que había sacado de la guarida de Lofty, abajo. Colocó el termo junto a los platos y después comprobó las grandes puertas victorianas, corriendo el cerrojo por la parte de adentro. Y ella supo, incluso en esa luz escasa -lo supo por la línea de su espalda y la privada deliberación de sus gestos-, que estaba haciendo algo no programado y cerraba las puertas a todo mundo que no fuese el propio. Se sentó a su lado en el sofá y la cubrió con una manta, porque era preciso defenderse del frío del vestíbulo. Y también porque había que dominar sus temblores, que no podía detener. La llamada telefónica a Helga la había dejado muerta de miedo, y también los ojos de verdugo del policía de su piso y la acumulación de días de espera y de conocimiento a medias que era mucho, mucho peor que no saber nada.
La única luz era la que provenía del fuego eléctrico e iluminaba desde abajo la cara de él como una pálida candileja de la época en que los teatros usaban candilejas. Lo recordaba en Grecia, diciéndole que la iluminación por candilejas de los antiguos lugares era un acto de moderno vandalismo, porque los templos habían sido construidos para ser vistos con el sol encima, no debajo. Le rodeaba los hombros con su brazo debajo de la manta y ella percibió lo delgada que era apoyada en él.
- He adelgazado -le dijo, como una especie de advertencia.
El no contestó, pero la estrechó aún más para mantener bajo control sus temblores, para absorberlos y hacerlos suyos. Ella pensó que siempre había sabido, pese a sus evasiones y disfraces, que él era esencialmente un hombre bueno, lleno de comprensión instintiva para todos; en la guerra como en la paz, un hombre con conflictos que odiaba causar dolor. Le puso una mano en la cara y se sintió complacida al descubrir que no se había afeitado, porque esa noche no deseaba pensar que él hubiera calculado nada, aunque no era su primera noche, ni siquiera la quinta: eran viejos amantes apasionados con la mitad de los moteles de Inglaterra a sus espaldas, con Grecia y Salzburgo y Dios sabe cuántas otras vidas además. Porque de pronto se le hizo evidente que toda esa ficción compartida no era nada más que una preparación para esta noche de hechos.
El retiró su mano, la apretó contra sí y besó su boca, y ella respondió castamente, esperando que él encendiera las pasiones de las que tan a menudo habían hablado. Amaba sus muñecas, sus manos. No había habido manos más sabias que las suyas. Estaba tocando su cara, su cuello, sus pechos, y ella evitó besarle porque deseaba que los sabores se separaran: «Ahora está besándome, ahora está tocándome, me desnuda, está en mis brazos, estamos desnudos, estamos otra vez en la playa, sobre la arena rasposa de Mikonos; somos edificios maltratados con el sol iluminándonos desde abajo.» El rió y, rodando para separarse de ella, bajó el fuego eléctrico. Y en toda su experiencia amorosa, ella nunca había visto nada tan hermoso como su cuerpo inclinado sobre el resplandor rojo, el fuego más brillante en el que ardía su propio cuerpo. Regresó a su lado, y, arrodillándose, volvió a empezar desde el principio por si había olvidado la historia, besando y tocando todo con una posesividad ligera que lentamente perdía su timidez, pero regresando siempre a su cara porque necesitaban verse y gustarse el uno al otro una y otra vez y reasegurarse de que eran quienes decían que eran. El era el mejor mucho antes de penetrarla, el amante incomparable que nunca había tenido, la estrella distante que había estado siguiendo por todo ese país podrido. Si hubiera sido ciega, lo hubiera conocido por su contacto; si hubiera estado muriéndose, por esa triste sonrisa victoriosa que derrotaba al terror y la incredulidad simplemente porque estaba allí, frente a ella, por su instintiva capacidad de conocerla y de acrecentar su propio conocimiento.
Despertó y lo encontró sentado mirándola, esperando que volviera en sí. Había guardado
todo.
- Es un niño -dijo, y sonrió.
- Son mellizos -contestó ella y cogió su cabeza y la puso contra su hombro. El empezó a hablar, pero lo detuvo con una seria advertencia-: No quiero confesiones -dijo-. Ninguna cobertura ni disculpa ni mentira. Si es parte del servicio, no me lo digas. ¿Qué hora es?
- Medianoche.
- Entonces vuelve a la cama.
- Marty quiere hablarte -dijo él.
Pero algo en su voz y en sus gestos le dijeron que esta ocasión la había creado él, no Marty.
Era la casa de Joseph.