Читаем La chica del tambor полностью

Charlie abrió la puerta del acompañante, se sentó y colocó la punta de los dedos sobre el tablero, como una niña educada en la mesa.

- ¡Tranquila, Charlie! -dijo alegremente Helga, detrás de ella-. ¡Baja los hombros, querida, ya pareces una vieja! -Pero Charlie mantuvo los hombros donde los tenía-. Ahora sonríe. ¡Hurra! Sigue sonriendo. Hoy todo el mundo es feliz. El que no sea feliz merece un tiro.

- Empieza conmigo -dijo Charlie.

El italiano se sentó frente al volante y encendió la radio en la emisora de Dios.

- Apágala -ordenó Helga. Estaba apretada contra las puertas traseras, con las rodillas levantadas y sosteniendo el arma con ambas manos, y no parecía el tipo de persona que falla a una lata de aceite a quince pasos. Con un encogimiento de hombros, el italiano apagó la radio y, en el silencio restablecido, volvió a hablarle:

- Muy bien; te pones el cinturón de seguridad, después juntas las manos y las pones sobre el regazo -dijo-. Espera, lo haré por ti. -Y cogiendo su bolso se lo tiró a Helga, después cogió el cinturón y lo cerró, rozando con descuido sus senos. En la treintena.

Apuesto como una estrella de cine. Un Garibaldi echado a perder con la bufanda roja, que iba para héroe. Calmosamente, con todo el tiempo del mundo para matar, sacó de su bolsillo un par de gafas de sol y se las puso. Al comienzo ella pensó que se había quedado ciega de miedo, porque no veía absolutamente nada. Después pensó: «Son del tipo de las que se van adaptando; se supone que tengo que quedarme quieta y esperar a que se aclaren.» Después comprendió que se trataba precisamente de que no viese nada.

- Si te las sacas, ella te disparará en la nuca, puedes estar segura -le advirtió el italiano al poner en marcha el coche.

- ¡Oh, y lo hará! -dijo la jovial Helga.

Partieron, primero saltando un poco sobre un trozo de empedrado y después navegando en aguas más calmas. Trató de escuchar el sonido de otro coche, pero sólo oyó su propio motor latiendo y carraspeando por las calles. Trató de descubrir hacia dónde iban, pero ya estaba perdida. Se detuvieron sin que mediara advertencia alguna. No tuvo sensación de ir aminorando la marcha ni de que el conductor se estuviera preparando para aparcar. Había contado trescientas pulsaciones propias y dos paradas previas que supuso que eran señales de tráfico. Había memorizado detalles triviales, tales como la nueva alfombrilla de goma que tenía bajo los pies y el diablo rojo con un tridente en la mano que colgaba del llavero del coche. El italiano estaba ayudándola a salir del coche. Le pusieron un bastón en la mano; supuso que era blanco. Con mucha ayuda de sus amigos estaba negociando los seis pasos y los cuatro escalones ascendentes que conducían a la puerta delantera de alguien. El mecanismo del ascensor tenía un gorjeo que era una reproducción exacta del silbato de agua en el que había soplado en la orquesta de la escuela preparatoria para producir ruido de pájaros en la Sinfonía de los juguetes. «Son buenos actores -le había advertido Joseph-. No hay aprendizaje. Irás directamente de la escuela de arte dramático, al West End.» Estaba sentada en una especie de silla de cuero sin respaldo. La habían hecho cruzar las manos y volver a ponerlas sobre su regazo. Habían guardado su bolso y los escuchó revisar el contenido poniéndolo sobre una mesa de vidrio, que tintineó cuando cayeron sus llaves y el cambio. Y produjo un sonido seco bajo el peso de las cartas de Michel, que había recogido esa mañana cumpliendo órdenes de Helga. En el aire había un olor de loción corporal, más dulce y adormecedora que la de Michel. La alfombra que tenía bajo los pies era de nylon grueso y color rojizo, como las orquídeas de Michel. Supuso que las cortinas debían ser pesadas y estaban completamente cerradas, porque la luz que llegaba al borde de las gafas era de un amarillo eléctrico, sin una insinuación de luz natural. Habían estado unos minutos en la habitación sin cambiar ni una palabra.

- Necesito al camarada Mesterbein -dijo de pronto Charlie-. Necesito toda la protección de la ley.

Helga rió encantada.

- ¡Oh Charlie! Esto es demasiado loco. Es maravilloso, ¿no te parece? -Y esto presumiblemente al italiano, porque no tenía conciencia de que hubiera alguien más en la habitación. Sin embargo, la pregunta no obtuvo respuesta y Helga no parecía esperar ninguna. Charlie probo otra vez.

- La pistola te sienta bien, Helg; te lo concedo. A partir de ahora, jamás pensaré en ti vestida de otra manera.

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