Danny estaba disminuyendo la marcha y bajando su ventanilla. Frente a ellos, en el centro de la calle, brillaba una hoguera, y a su alrededor se sentaba un grupo de hombres y muchachos con kuffias blancos y pedazos de uniformes de fajina color caqui. Varios perros marrones habían acampado cerca, de ellos. Recordó a Michel en su aldea natal, escuchando los cuentos de los viajeros, y pensó: «Ahora han hecho una aldea en la calle.» Mientras Danny hacía guiños con las luces, un hombre viejo, hermoso, se puso en pie, se frotó la espalda, se dirigió hacia ellos, metralleta en mano, y metió su rostro marcado por la ventanilla de Danny hasta que pudieron abrazarse. La conversación oscilaba interminablemente hacia atrás y hacia adelante. Ignorada, Charlie escuchaba cada palabra imaginando que, de algún modo, comprendía. Pero, mirando más allá del hombre, tuvo una visión menos agradable: de pie en un semicírculo inmóvil, cuatro de los que estaban con el viejo apuntaban el coche con sus metralletas y ninguno de ellos tenía más de quince años.
- Nuestra gente -dijo el vecino de Charlie con reverencia cuando reemprendieron la marcha-. Comandos palestinos. Nuestra parte de la ciudad.
«Y también la parte de Michel», pensó ella con orgullo.
«Descubrirás que es gente fácil de amar», le había dicho Joseph.
Charlie pasó cuatro noches y cuatro días con los chicos y los amó, individual y colectivamente. Fueron los primeros de sus diversas familias. La trasladaban constantemente, como a un tesoro, siempre por la noche, siempre con la mayor cortesía. Había llegado tan de repente, explicaban con encantadora aflicción; «nuestro capitán necesitaba hacer ciertos preparativos». La llamaban «señorita Palme» y tal vez creyeran realmente que era su nombre. Ellos le retribuyeron su amor, pero sin pedirle nada personal o molesto. En todos los sentidos, mantenían una reticencia tímida y disciplinada que la hacía sentirse curiosa sobre la naturaleza de la autoridad que los gobernaba. Su primer dormitorio estaba en lo alto de una vieja casa, destrozada por las bombas, vacía de toda vida, excepto de la del loro del propietario ausente, que tenía una tos de fumador, que reproducía cada vez que alguien encendía un cigarrillo. Su otro truco consistía en chillar como un teléfono, lo que hacía durante la noche y la obligaba a correr hacia la puerta y esperar a que le contestaran. Los chicos dormían en el rellano, afuera, de a uno, mientras los otros dos fumaban, bebían vasitos diminutos de té dulce y alimentaban un murmullo de campamento mientras jugaban a las cartas.
Las noches eran eternas y, sin embargo, no había dos minutos iguales. Hasta los sonidos se peleaban, primero lejos, a distancia prudencial, después avanzando, agrupándose, cayendo los unos sobre los otros en una confusión de clamores en conflicto: un estallido de música, el chirrido de frenos y sirenas…, seguidos por el profundo silencio de un bosque. En esa orquesta, el tiroteo era un instrumento menor: un tamborileo aquí, un repiqueteo allá y a veces el lento silbido de una bomba. Una vez escuchó carcajadas, pero las voces humanas eran escasas. Y una vez, a la mañana temprano, después de golpear con urgencia su puerta, Danny y los dos chicos entraron de puntillas y fueron hasta la ventana. Siguiéndolos, vio un coche aparcado a unas cien yardas. De adentro salía humo, se elevaba y se enrollaba a su costado como alguien que se revolviera en su cama. Una vaharada de aire caliente la hizo retroceder. Algo cayó de un estante. Escuchó un golpeteo en su cabeza.
- Paz -dijo Mahmoud, el más guapo, con un guiño. Y se retiraron, con los ojos brillantes y confiados.
Sólo el amanecer era predecible, cuando los crujientes altavoces ululaban la voz del muecín, que convocaba los fieles a la oración.
No obstante, Charlie lo aceptaba todo y como retribución se entregaba entera. En la sinrazón que la rodeaba, en esta tregua de meditación inesperada, encontró finalmente un soporte para su propia irracionalidad. Y como en medio de semejante caos no había paradoja lo bastante grande como para resultar excesiva, encontró también un lugar para Joseph. Su amor por él, en este mundo de devociones inexpresadas, estaba en todo lo que escuchaba o miraba. Y cuando los chicos, tomando té y fumando, la obsequiaban con espléndidas historias sobre los sufrimientos de sus familias a manos de los sionistas -como había hecho Michel y con el mismo regodeo romántico-, era una vez más su amor por Joseph, el recuerdo de su voz suave y su sonrisa poco habitual, los que abrían su corazón a esa tragedia.