Читаем La chica del tambor полностью

Se había sentado donde él le había dicho que lo hiciera, sobre el sofá de cuero, pero el propio Tayeh seguía cojeando sin cesar por la habitación, apoyado en su bastón, haciendo una cosa cada vez, mientras le echaba ojeadas desde distintos ángulos, midiéndola. Ahora los vasos; ahora una sonrisa; ahora, con otra sonrisa, vodka; y finalmente Scotch, aparentemente de su marca favorita, porque estudió la etiqueta con aprobación. A cada lado de la habitación había un chico sentado con una metralleta atravesada sobre las rodillas. Sobre la mesa había un montón de cartas y, sin mirar, supo que eran sus propias cartas a Michel.

«No confundas la aparente confusión con incompetencia -le había advertido Joseph-. Nada de ideas racistas sobre la inferioridad árabe, por favor.»

Las luces se apagaron, pero esto sucedía a menudo, incluso en el valle. El estaba de pie, recortado contra la enorme ventana, una sombra de sonrisa alerta apoyada en un bastón.

- ¿Sabe qué nos pasa cuando vamos a casa? -preguntó, sin dejar de mirarla. Pero su bastón apuntaba a la ventana-. ¿Puede imaginar cómo es estar en el propio país, bajo sus propias estrellas, de pie en la tierra con un arma en la mano, buscando al opresor? Pregúnteselo a los chicos.

Su voz, como otras que conocía, era aún más bella en la oscuridad. -Usted les gustó - dijo-. ¿Le gustaban a usted?

- Si…

- ¿Cuál le gustaba más?

- Todos por igual -dijo ella, y él rió otra vez.

- Dicen que está muy enamorada de su palestino muerto. ¿Es verdad?

Su bastón seguía apuntando a la ventana.

- En los viejos tiempos, si tenía usted coraje, la llevábamos con nosotros. Del otro lado de la frontera. Ataque. Venganza. Regreso. Celebración. Iríamos juntos. Helga dice que desea usted pelear. ¿Desea pelear?

- Sí.

- ¿Contra cualquiera o sólo contra los sionistas?

- No espero la respuesta. Estaba bebiendo-. Alguna de la escoria que conseguimos quiere volar el mundo entero. ¿Usted es así?

- No.

- Esa gente es escoria. Helga…, el señor Mesterbein… escoria necesaria. ¿Si?

- No he tenido tiempo de averiguarlo.

- ¿Es usted escoria?

- No.

Se encendieron las luces.

- No -aceptó él, mientras continuaba su examen-. No, no creo que lo sea. Tal vez cambie. ¿Ha matado a alguien alguna vez?

- No.

- Es usted afortunada. Tiene una policía. Su propia tierra. Par-lamento. Derechos. Pasaportes. ¿Dónde vive?

- En Londres.

- ¿En qué parte?

Ella tenía la sensación de que sus heridas le hacían impaciente; que apartaban su mente de sus respuestas todo el tiempo, dirigiéndola hacia otras cuestiones. Había encontrado una silla alta y la arrastraba con descuido hacia ella, pero ninguno de los chicos se levantó a ayudarlo y supuso que no les importaba. Cuando tuvo la silla donde la quería, acercó una segunda, se sentó en la anterior y, con un gruñido, puso su pierna sobre la otra. Y cuando hubo hecho todo eso, sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de su túnica y lo encendió.

- Usted es nuestra primera inglesa, ¿lo sabía? Holandés, italiano, alemán, suecos, un par de americanos, irlandés. Todos vienen a luchar por nosotros. Inglés, no. No hasta ahora. Como de costumbre, los ingleses llegan demasiado tarde.

«Experimento un sentimiento de gratitud.» Como Joseph, él hablaba de dolores que ella no había experimentado, desde un punto de vista que todavía tenía que aprender. No era viejo, pero poseía una sabiduría adquirida demasiado pronto. Su cara estaba junto a una pequeña lámpara. Tal vez por eso la había puesto allí. «El capitán Tayeh es un hombre muy inteligente.»

- Si quiere cambiar el mundo, olvídese del asunto -observó él-. Los ingleses ya lo hicieron. Quédese en casa. Represente sus pequeños papeles. Mejore su mente en un vacío. Es más seguro.

- No, ahora no lo es -dijo ella.

- ¡Oh, podría regresar! -Y bebió más whisky-. Confesión. Re-forma. Un año en prisión. Todo el mundo debería pasar un año en prisión. ¿Por qué suicidarse luchando por nosotros?

- Por él -rectificó ella.

Con el cigarrillo, Tayeh aventó con irritación su romanticismo. -Dígame, ¿qué es para él? Está muerto. En uno o dos años, todos habremos muerto. ¿Qué es para él?

- Todo. El me enseñó.

- ¿Le dijo lo que hacemos…? ¿Bombardear? ¿Disparar? ¿Matar…? No importa.

Durante un rato, sólo se ocupó de su cigarrillo. Lo miraba arder, inhalaba y fruncía el ceño. Después lo apagó y encendió otro. Supuso que en realidad no le gustaba fumar.

- ¿Qué podía enseñarle? -objetó-. ¿A una mujer como usted? Era un niño. No podía enseñarle nada a nadie. No era nada.

- Lo era todo -repitió con obstinación, y una vez más sintió que él perdía interés, como alguien aburrido por una conversación inmadura. Después comprendió que había escuchado algo antes que los otros. Dio una rápida orden. Uno de los chicos saltó hacia la puerta. «Corremos más rápido cuando se trata de hombres lisiados», pensó. Escuchó voces suaves afuera.

- ¿Le enseñó a odiar? -sugirió Tayeh, como si no hubiera sucedido nada.

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