Читаем La Cúpula полностью

Presentó Rose a Cox y Cox a Rose. Durante la breve conversación de toma de contacto entre ambos, Julia miró alrededor y lo que vio no le gustó. Las luces seguían en su sitio, iluminando el cielo como si señalaran un glamouroso estreno de Hollywood, y había un ronroneante generador que las alimentaba, pero los camiones ya no estaban allí, ni tampoco la gran tienda verde del cuartel general que habían montado a treinta y cinco o cuarenta y cinco metros de la carretera. Una parcela de hierba aplastada señalaba el lugar que había ocupado. Junto a Cox había dos soldados, pero tenían esa expresión de «no estoy para apariciones en horario de máxima audiencia» que Julia asociaba con asesores o agregados. Seguramente la guardia seguía estando por allí, pero debían de haber ordenado a los soldados que se hicieran atrás, estableciendo el perímetro a una distancia segura para evitar que cualquier pobre gandul que llegara vagando desde el lado de Mills les preguntara qué pasaba.

Primero pide, suplica después, pensó Julia.

– Póngame al día, señorita Shumway -dijo Cox.

– Primero responda a una pregunta.

El coronel puso ojos de exasperación (ella pensó que si hubiese podido llegar hasta él le habría dado un bofetón por esa mirada; todavía tenía los nervios de punta por el susto que se habían dado con la furgoneta de camino hacia allí). Pero el hombre le dijo que preguntara lo que quisiera.

– ¿Nos han abandonado a nuestra suerte?

– Negativo. En absoluto. -Respondió sin demora, pero no acababa de mirarla a los ojos.

Julia pensó que aquello era peor señal que el extraño aspecto desértico de lo que se veía al otro lado de la Cúpula: como si allí hubiese habido un circo pero se hubiera marchado.

– Lea esto -dijo, y desplegó la primera plana del periódico del día siguiente contra la superficie invisible de la Cúpula, como una mujer colgando un anuncio de venta en el escaparate de una tienda. Sintió en los dedos un cosquilleo leve y fugaz, como la electricidad estática que se siente al tocar metal una fría mañana de invierno, cuando el aire está seco. Después de eso, nada.

El coronel leyó todo el periódico, le pidió que fuera pasando las páginas. Le llevó diez minutos. Cuando hubo terminado, Julia dijo:

– Como seguramente habrá notado, los espacios publicitarios han bajado mucho, pero me felicito porque la calidad de los artículos ha mejorado bastante. Está visto que esta puta mierda ha sacado lo mejor de mí.

– Señorita Shumway…

– Ay, ¿por qué no me tutea? Prácticamente somos viejos amigos.

– Bien, tú eres Julia y yo seré J. C.

– Intentaré no confundirte con aquel otro que caminaba sobre las aguas.

– ¿Crees que nuestro querido Rennie se está convirtiendo en un dictador? ¿Una especie de Manuel Noriega del Downeast?

– Es la progresión hacia Pol Pot lo que me preocupa.

– ¿Crees que eso es posible?

– Hace dos días esa idea me habría hecho reír: cuando no dirige los plenos de los concejales, se dedica a vender coches usados. Pero hace dos días no habíamos vivido los disturbios de la comida. Tampoco sabíamos lo de esos asesinatos.

– Barbie no haría eso -dijo Rose, sacudiendo la cabeza con obcecado hastío-. Jamás.

Cox no hizo caso de esas palabras; no porque ninguneara a Rose, según le pareció a Julia, sino porque la idea le parecía demasiado ridícula para merecer siquiera atención. Eso hizo que lo mirara con ojos más amables, al menos un poco.

– ¿Crees que Rennie ha cometido los asesinatos, Julia?

– He estado pensando sobre eso. Todo lo que ha hecho desde que ha aparecido la Cúpula (desde prohibir la venta de alcohol hasta nombrar jefe de policía a un completo idiota) han sido medidas políticas dirigidas a aumentar su propia influencia.

– ¿Estás diciendo que el asesinato no se encuentra en su repertorio?

– No necesariamente. Cuando su mujer falleció, corrieron rumores de que él le había echado una mano. No digo que fuesen ciertos, pero el hecho de que se rumoreara algo así ya dice bastante sobre la imagen que tiene la gente del hombre en cuestión.

Cox gruñó con aquiescencia.

– Pero, por más que lo intento, no veo qué estrategia política puede haber en asesinar y abusar sexualmente de dos adolescentes.

– Barbie jamás haría algo así -volvió a decir Rose.

– Lo mismo sucede con Coggins, aunque ese servicio religioso que tenía (sobre todo la parte de la emisora de radio) cuenta con una dotación económica sospechosamente generosa. Ahora bien, ¿Brenda Perkins? Eso sí que podría haber sido una medida política.

– Y no pueden enviarnos a los marines para detenerlo, ¿verdad? -preguntó Rose-. Lo único que pueden hacer es mirar. Como niños contemplando un acuario donde el pez más grande acapara toda la comida y luego empieza a comerse a los más pequeños.

– Puedo cortar el servicio de telefonía móvil -reflexionó Cox-. También internet. Eso puedo hacerlo.

Перейти на страницу:

Похожие книги