Andy se alejó por el pasillo. Había unos cuantos pacientes, vestidos con la bata de hospital y las zapatillas, de pie y de espaldas a él. Estaban mirando la escena de la matanza, supuso. No tenía ganas de imitarlos, y se alegró de que Dougie Twitchell se hubiera ocupado de todo lo necesario. Era farmacéutico y político. Su trabajo consistía en ayudar a los vivos, no en ocuparse de los muertos. Y sabía algo más que todas esas personas ignoraban. No podía decirles que Phil Bushey aún se encontraba en el pueblo, viviendo como un ermitaño en la emisora de radio, pero podía decirle a Phil que su mujer, de la que se había separado, estaba muerta. Podía y debía. Obviamente, resultaba imposible saber cuál sería su reacción; desde hacía un tiempo Phil estaba fuera de sí. Era capaz de liarse a golpes. Quizá incluso de matar al portador de malas noticias. ¿Pero sería algo tan terrible? Los suicidas iban al infierno y cenaban sobre brasas ardientes para la eternidad, pero las víctimas de asesinato, Andy estaba convencido de ello, iban al cielo y comían rosbif y pastel de melocotón a la mesa del Señor por los siglos de los siglos.
Con sus seres queridos.
15
A pesar de la siesta que se había echado durante el día, Julia nunca había estado tan cansada, o esa era la sensación que tenía. Y, a menos que aceptara la oferta de Rosie, no tenía adonde ir. Salvo a su coche, claro.
Regresó al Toyota, le quitó la correa a Horace para que pudiera saltar al asiento del acompañante, y se puso al volante para intentar pensar. Rose Twitchell le caía bien, pero la mujer querría repasar todo lo sucedido durante ese día tan largo y angustioso. Y también querría saber qué podían hacer, si es que podían hacer algo, por Dale Barbara. Y recurriría a Julia para que le diera alguna idea; pero Julia no tenía ninguna.
Mientras tanto Horace la miraba fijamente y le preguntaba con las orejas gachas y los ojos brillantes cuál iba a ser el siguiente paso. Le hizo pensar en la mujer que había perdido a su perro: Piper Libby. La reverenda la acogería y le daría una cama sin darle la paliza. Y quizá después de dormir una noche entera podría volver a pensar de nuevo. Incluso planear algo.
Arrancó el Prius y fue hasta la iglesia congregacional. Pero la casa parroquial estaba a oscuras y había una nota clavada en la puerta. Julia quitó la chincheta, regresó con la nota al coche y la leyó bajo la luz interior:
«He ido al hospital. Ha habido un tiroteo allí.»
Julia rompió a llorar de nuevo, pero cuando Horace empezó a gemir, como si quisiera armonizar con sus quejidos, hizo un esfuerzo para contener el llanto. Dio marcha atrás y después puso punto muerto el tiempo justo para dejar la nota donde la había encontrado, no fuera caso que algún otro feligrés que sintiera el peso del mundo sobre los hombros acudiera en busca de la única consejera espiritual que quedaba en Chester's Mills.
¿Y ahora adónde iba? ¿A casa de Rosie, finalmente? Quizá ya se había acostado. ¿Al hospital? Julia se habría obligado a ir allí, a pesar de lo alterada y lo cansada que estaba, si hubiera servido de algo, pero ahora no había periódico en el que informar de lo que sucedía, y sin ello, ningún motivo para exponerse a nuevos horrores.
Salió de la casa parroquial y enfiló la cuesta del Ayuntamiento sin tener ni idea de adonde se dirigía hasta que llegó a Prestile Street.
Tres minutos después estaba aparcando frente al garaje de Andrea Grinnell. No obstante, la casa también se hallaba a oscuras. Nadie respondió a sus golpes en la puerta. Como no tenía modo de saber que Andrea estaba en la cama, en el piso de arriba, sumida en un profundo sueño por primera vez desde que había dejado los calmantes, Julia dio por sentado que o se había ido a casa de su hermano Dougie, o estaba pasando la noche en casa de una amiga.
Mientras tanto, Horace se había sentado en el felpudo y la miraba, a la espera de que tomara una decisión, como siempre hacía. Sin embargo, Julia se sentía muy vacía por dentro para tomar una decisión y estaba muy cansada para seguir adelante. Estaba casi convencida de que se saldría de la carretera y se matarían, ella y el perro, si intentaba ir a algún lado.
En lo que no podía dejar de pensar no era en el edificio en llamas donde había estado almacenada su vida, sino en la cara que puso el coronel Cox cuando le preguntó si los habían abandonado.
«Negativo -había respondido-. En absoluto.» Pero había sido incapaz de mirarla a los ojos mientras lo decía.
Había una mecedora de jardín en el porche. En caso necesario, podía acurrucarse en ella y dormir. Pero quizá…
Giró el pomo de la puerta y resultó que no estaba cerrada con llave. Dudó; Horace no. Convencido de que era bienvenido en todas partes, entró de inmediato. Julia lo siguió, arrastrada por la cadena, pensando:
– ¿Andrea? -dijo en voz baja-. Andi, ¿estás aquí? Soy Julia.