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Duke dejó de reír, aunque seguía sonriendo. Sin ningún reparo.

– Esto es un lío de tres pares de cajones -dijo-. ¿No es eso lo que dices tú, Big Jim? Y, por lo que he podido comprobar, a veces reírse es la única forma de enfrentarse a un lío de cajones.

– ¡No tengo ni idea de a qué te refieres! -repuso Rennie, casi gritando.

Los chicos de Dinsmore se apartaron de él y se colocaron al lado de su padre.

– Ya lo sé -contestó Duke con suavidad-. Y no pasa nada. Lo único que tienes que entender por ahora es que yo soy el principal representante y defensor de la ley en el lugar de los hechos, al menos hasta que llegue el sheriff del condado, y que tú eres un concejal de la ciudad. Aquí no tienes autoridad oficial, así que me gustaría que te retiraras.

Duke señaló hacia el lugar donde el agente Henry Morrison estaba colocando cinta amarilla alrededor de dos grandes fragmentos del fuselaje de la avioneta, y alzó la voz:

– ¡Me gustaría que todo el mundo se retirara y nos dejara hacer nuestro trabajo! Sigan al concejal Rennie. Él los llevará hasta el otro lado de la cinta amarilla.

– Eso no me ha gustado nada, Duke -dijo Rennie.

– Que Dios te bendiga, pero me importa un carajo -dijo Duke-. Sal de mi lugar de los hechos, Big Jim. Y ve con cuidado y rodea la cinta. Que Henry no tenga que colocarla dos veces.

– Jefe Perkins, quiero que recuerdes cómo me has hablado hoy. Porque yo lo recordaré.

Rennie caminó ofendido hacia la cinta. Los demás espectadores lo siguieron, la mayoría de ellos mirando por encima del hombro cómo el agua chocaba contra la barrera manchada de diesel y formaba una línea mojada en la carretera. Un par de ellos, los más listos (Ernie Calvert, por ejemplo), ya se habían dado cuenta de que esa línea marcaba con exactitud la frontera entre Motton y Chester's Mills.

Rennie sintió la infantil tentación de romper con el pecho la cinta que tan bien había colocado Hank Morrison, pero se contuvo. Sin embargo, lo que no pensaba hacer era dar toda la vuelta y acabar con un montón de bardanas enganchadas en sus pantalones de sport de Land's End. Le habían costado sesenta dólares. Pasó por debajo sosteniendo la cinta con una mano. Su barriga le impedía agacharse mucho.

Detrás de él, Duke se acercó despacio al lugar donde Jackie se había dado el golpe. Extendió una mano, como un ciego que anda a tientas por una habitación que no conoce.

Ahí era donde se había caído… y ahí…

Sintió el hormigueo que ella le había descrito, pero, en lugar de pasar, se intensificó hasta convertirse en un dolor abrasador por debajo de la clavícula izquierda. Le dio tiempo de recordar lo último que Brenda le había dicho -«Ten cuidado con tu marcapasos»- y entonces le explotó en el pecho con fuerza suficiente para abrirle la sudadera de los Wildcats que se había puesto esa mañana en honor al partido de la tarde. Sangre, jirones de algodón y trozos de carne salpicaron la barrera.

La muchedumbre soltó un «Ahhh».

Duke intentó pronunciar el nombre de su mujer y no lo consiguió, pero mentalmente vio su rostro con claridad. Sonrió.

Después, oscuridad.

<p>4</p>

El chaval era Benny Drake, catorce años, y un Razor. Los Razors eran un club de skate pequeño pero entregado al que las fuerzas del orden locales miraban con reprobación pero sin llegar a proscribirlos, y eso a pesar de los llamamientos de los concejales Rennie y Sanders pidiendo tal medida (en la asamblea municipal del marzo anterior, ese mismo dúo dinámico había conseguido desestimar un punto del presupuesto que habría sufragado una zona segura para practicar skate en la plaza del pueblo, detrás del quiosco de música).

El adulto era Eric «Rusty» Everett, treinta y siete años, auxiliar médico que trabajaba con el doctor Ron Haskell, en quien Rusty a menudo pensaba como en el Mago de Oz. Porque, habría explicado Rusty (si hubiese tenido a alguien más, aparte de a su mujer, a quien poder confesarle semejante deslealtad), muchas veces se queda detrás de la cortina mientras yo hago todo el trabajo.

En esos momentos estaba comprobando cuándo se había puesto la última vacuna del tétanos el joven señorito Drake. Otoño de 2009, muy bien. Sobre todo teniendo en cuenta que el joven señorito Drake se había dado un batacazo mientras rodaba sobre el cemento y se había hecho una buena raja en la pantorrilla. No era un desastre total, pero sí mucho peor que una simple quemadura por el restregón con el asfalto.

– Ha vuelto la luz, tío -informó el joven señorito Drake.

– Es el generador, tío -dijo Rusty-. Suministra al hospital y también al centro de salud. Brutal, ¿eh?

– Un clásico -convino el joven señorito Drake.

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