– Bien, pues buena suerte. -Gendron se tocó la visera de la gorra a modo de despedida y luego se la recolocó-. Espero estrecharte la mano antes de que acabe el día.
– Yo también -dijo Barbie. Se detuvo. Había estado pensando-. ¿Puedes hacer algo por mí, si consigues recuperar tu móvil?
– Claro.
– Llama a la base del Ejército de Fort Benning. Pregunta por el oficial de enlace y dile que necesitas ponerte en contacto con el coronel James O. Cox. Dile que es urgente, que le llamas de parte del capitán Dale Barbara. ¿Te acordarás?
– Dale Barbara. Ese eres tú. James Cox, ese es él. Lo tengo.
– Si consigues hablar con él… no estoy seguro de que lo consigas, pero si lo haces… explícale lo que está pasando. Dile que, si nadie se ha puesto en contacto con Seguridad Nacional, él es el indicado. ¿Podrás hacerlo?
Gendron asintió.
– Si puedo, lo haré. Buena suerte, soldado.
Barbie podría haber seguido con su vida sin que volvieran a llamarlo así, pero levantó un dedo para tocarse la frente. Después continuó andando en busca de lo que ya no creía que fuese a encontrar.
7
En el bosque dio con un camino que corría más o menos paralelo a la barrera. Estaba abandonado e invadido por la maleza, pero era mucho mejor que abrirse paso entre los matorrales. De vez en cuando se desviaba hacia el oeste y palpaba la muralla que separaba Chester's Mills del mundo exterior. Siempre estaba ahí.
Barbie se detuvo en cuanto llegó al lugar donde la 119 cruzaba hacia la localidad hermana de Chester's Mills, Tarker's Mills. Algún buen samaritano se había llevado al conductor del camión de reparto volcado al otro lado de la barrera, pero el camión seguía allí, bloqueando la carretera como un enorme animal muerto. Las puertas traseras se habían abierto a causa del impacto. El asfalto estaba cubierto de pastelitos Devil Dogs, Ho Hos, Ring Dings, Twinkies y galletitas de mantequilla de cacahuete. Un joven con una camiseta de George Strait estaba sentado en el tocón de un árbol comiendo una de esas galletas. Tenía un teléfono móvil en la mano. Miró a Barbie.
– Eh. ¿Vienes de…? -Señaló vagamente hacia detrás de Barbie. Parecía cansado, asustado y desilusionado.
– Del otro lado de la ciudad -dijo Barbie-. Sí.
– ¿Hay barrera invisible por todas partes? ¿La frontera está cerrada?
– Sí.
El joven asintió y apretó un botón del móvil.
– ¿Dusty? ¿Ya estás ahí? -Escuchó, luego dijo-: Vale. -Cortó la llamada-. Mi amigo Dusty y yo hemos empezado a caminar al este de aquí. Nos hemos separado. Él ha ido hacia el sur. Estamos en contacto por teléfono. Bueno, cuando podemos comunicar. Ahora está donde se ha estrellado el helicóptero. Dice que no para de llegar gente.
Barbie estaba seguro de que así era.
– ¿Esta cosa no tiene ninguna brecha por tu lado? El joven sacudió la cabeza. No dijo más, tampoco hacía falta. Podían haber pasado por alto alguna brecha, Barbie sabía que era posible, agujeros del tamaño de una ventana o una puerta, pero lo dudaba.
Pensó que estaban incomunicados.
TODOS APOYAMOS AL EQUIPO
1
Barbie volvió caminando por la carretera 119 hasta el centro de la ciudad, una distancia de unos cinco kilómetros. Cuando llegó, eran las seis de la tarde. Main Street estaba casi desierta, pero con el rugido de los generadores parecía viva; decenas de ellos, a juzgar por el ruido. El semáforo de la intersección de la 119 y la 117 estaba apagado, pero el Sweetbriar Rose tenía luz y estaba muy concurrido. Barbie echó una ojeada por el gran ventanal de la fachada y vio que todas las mesas estaban ocupadas, pero al entrar no oyó que nadie hablara de los grandes temas habituales: política, los Red Sox, la economía local, los Patriots, coches y camionetas adquiridos recientemente, los Celtics, el precio de la gasolina, los Bruins, herramientas eléctricas adquiridas recientemente, los Twin Mills Wildcats. Ni tampoco las habituales risas.
En la barra había un televisor, y todo el mundo lo estaba mirando. Barbie, con esa sensación de incredulidad y de desorientación propia de cualquiera que se halle en el lugar de un desastre de grandes proporciones, vio que Anderson Cooper, de la CNN, se encontraba en la 119 con la mole del camión maderero accidentado aún humeante al fondo.
La mismísima Rose estaba sirviendo las mesas y de vez en cuando volvía rauda a la barra para sacar un pedido. Unos dispersos mechones rizados escapaban de su redecilla y pendían alrededor de su rostro. Parecía cansada y agobiada. En teoría, la barra era territorio de Angie McCain desde las cuatro de la tarde hasta la hora de cerrar, pero Barbie no la veía por ninguna parte. A lo mejor la barrera, al caer, la había pillado fuera de la ciudad. En tal caso, era probable que no volviera a ponerse detrás de la barra en una buena temporada.