Читаем La Cúpula полностью

– No es solo el estrés. Tienes sobrepeso y no estás en forma.

Big Jim volvió a mostrarle la hilera de dientes superiores con su falsa sonrisa.

– Dirijo un negocio y un pueblo, amigo; ambos en números rojos, por cierto. Eso me deja poco tiempo para cintas de andar, para StairMasters y aparatos por el estilo.

– Hace dos años te presentaste aquí con síntomas de TAP, Rennie. Eso es taquicardia auricular paroxística.

– Sé lo que significa. Lo busqué en WebMD y decía que la gente sana a veces experimenta…

– Ron Haskell no se anduvo con rodeos y te dijo que debías controlar el peso, que debías controlar la arritmia con medicación, y que si los medicamentos no eran efectivos, habría que tener en cuenta la vía quirúrgica para corregir el problema subyacente.

Big Jim puso cara de niño infeliz que está sentado en una trona y no puede bajar de ella.

– ¡Dios me dijo que no lo hiciera! ¡Dios me dijo no al marcapasos! ¡Y Dios tenía razón! ¡Duke Perkins llevaba marcapasos y mira lo que le pasó!

– Por no hablar de su viuda -añadió Rusty en voz baja-. Ella también ha tenido mala suerte. Debía de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Big Jim lo escrutó con sus ojos de cerdo. Luego alzó la vista al techo.

– Volvéis a tener luz, ¿verdad? Os di el propano, tal como me pediste. Hay gente que no sabe lo que es la gratitud. Aunque, claro, un hombre en mi situación se acostumbra a eso.

– Mañana por la noche se nos habrá acabado otra vez.

Big Jim negó con la cabeza.

– Mañana por la noche tendrás suficiente propano para mantener el hospital en funcionamiento hasta Navidad si es necesario. Te lo prometo, por haberme tratado de forma tan agradable y por ser un tipo tan bueno en todos los aspectos.

– Me resulta difícil ser agradecido cuando la gente me devuelve lo que era mío. Imagino que soy un poco raro en ese aspecto.

– Ah, vaya, ¿así que ahora te comparas con el hospital? -rezongó Big Jim.

– ¿Por qué no? Tú acabas de ponerte a la misma altura que Jesucristo. Pero regresemos a tu estado médico, ¿te parece?

Big Jim agitó sus manos grandes y gruesas en un gesto de indignación.

– El Valium no es un remedio. Si sales de aquí, podrías volver a tener arritmias a las cinco de la tarde. O directamente un infarto. Lo bueno de todo esto es que podrías reunirte con tu salvador antes de la puesta de sol.

– ¿Y qué me recomiendas? -preguntó Rennie con calma. Había recuperado la compostura.

– Podría darte algo que solucionaría el problema, al menos a corto plazo. Es un medicamento.

– ¿Cuál?

– Pero tiene un precio.

– Lo sabía -dijo Big Jim en voz baja-. Sabía que estabas del lado de Barbara desde el día en que viniste a mi despacho con tu «dame esto y dame aquello».

Lo único que hizo Rusty fue pedirle propano, pero decidió pasar por alto el comentario del concejal.

– ¿Cómo sabías que había un bando de partidarios de Barbara? Aún no se habían descubierto los asesinatos, ¿cómo sabías que tenía un bando?

Los ojos de Big Jim se iluminaron con un destello de paranoia o de regocijo, o quizá de ambas cosas.

– Tengo mis métodos, amigo. Bueno, ¿cuál es el precio? ¿Qué quieres que te dé a cambio del medicamento que impedirá que me dé un infarto? -Y antes de que Rusty pudiera responder, añadió-: Déjame adivinarlo. Quieres la libertad de Barbara, ¿verdad?

– No. La gente del pueblo lo lincharía en cuanto pusiera un pie en la calle.

Big Jim soltó una carcajada.

– De vez en cuando das muestras de tener un poco de sentido común.

– Quiero que dimitas y te mantengas al margen de todo. Y Sanders también. Deja que Andrea Grinnell tome el mando, y que Julia Shumway le eche una mano hasta que Andi se haya desenganchado de las pastillas.

Esta vez Big Jim soltó una carcajada aún más sonora y se dio una palmada en el muslo.

– Yo creía que Cox ya estaba majara (quería que la pechugona ayudara a Andrea), pero tú aún estás peor. ¡Shumway! ¡Esa hija de fruta no se entera de la misa la media!

– Sé que mataste a Coggins.

No quería decirlo, pero le salió antes de que pudiera retractarse. ¿Y qué problema había? Estaban solos, a menos que contaran a John Roberts, de la CNN, que los miraba desde el televisor de la pared. Además, valió la pena por las consecuencias. Por primera vez desde que aceptó la existencia de la Cúpula, Big Jim sufrió una conmoción. Intentó mantener un semblante neutro, pero no lo consiguió.

– Estás loco.

– Sabes que no es así. Anoche fui a la Funeraria Bowie y examiné los cuerpos de las cuatro víctimas de asesinato.

– ¡No tenías derecho a hacerlo! ¡No eres patólogo! ¡No eres ni un puñetero médico!

– Cálmate, Rennie. Cuenta hasta diez. Acuérdate de tu corazón. -Rusty hizo una pausa-. Pensándolo bien, que le den por saco a tu corazón. Después del lío que has montado y del que estás montando ahora, que le den por saco a tu corazón. Coggins tenía toda la cara y la cabeza llena de marcas muy raras pero fáciles de identificar. Eran puntadas. Y no me cabe la menor duda de que encajan con la bola de béisbol que vi en tu escritorio.

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