Читаем La Cúpula полностью

– ¡Sandeces! -dijo Big Jim, con voz muy severa, incluso para él, ya que se le había pasado la misma idea por la cabeza. Por primera vez desde la aparición de la Cúpula se dio cuenta de que tal vez la situación excedía su capacidad, la suya y la de todos, para manejarla, y rechazó la idea hecho una furia-. ¿Tú ves que Cristo el Señor haya bajado de los cielos?

– No -admitió Andy. Tan solo veía a la gente del pueblo, a la que conocía de toda la vida, arremolinada en grupos en Main Street, en silencio, contemplando ese extraño ocaso con las manos sobre los ojos para protegerse de la luz del sol.

– ¿Y a mí me ves? -insistió Big Jim.

Andy se volvió hacia él.

– Claro que sí -respondió, en tono perplejo-. Claro que sí, Big Jim.

– Lo que significa que no estoy extasiado -dijo Big Jim-. Le entregué mi corazón a Jesús hace años, y si fuera el Fin del Mundo no estaría aquí. Y tú tampoco, ¿verdad?

– Supongo que no -concedió Andy, con un atisbo de duda. Si ellos estaban Salvados (si se habían lavado con la Sangre del Cordero), ¿por qué habían estado hablando con Stewart Bowie para cerrar lo que Big Jim llamó «nuestro pequeño negocio»? Y, para empezar, ¿cómo se habían metido en ese negocio? ¿Qué tenía que ver un laboratorio de metanfetaminas con la Salvación?

Andy sabía que si se lo preguntaba a Big Jim, la respuesta sería: a veces el fin justifica los medios. En este caso, el fin le pareció admirable al principio: la nueva Iglesia del Santo Cristo Redentor (la antigua no era más que una cabaña de madera con una cruz de madera en el tejado); la emisora de radio que solo Dios sabía a cuántas almas había salvado; el diezmo que recaudaban (mediante unos cheques emitidos por un banco de las islas Caimán) para la Sociedad Misionera de Jesús el Señor, para ayudar a los «hermanitos marrones», tal como le gustaba decir al reverendo Coggins.

Sin embargo, mientras contemplaba ese inmenso ocaso borroso que parecía sugerir que todos los asuntos humanos eran pequeños y carecían de importancia, Andy tuvo que admitir que todas esas cosas no eran más que justificaciones. Sin el ingreso en efectivo de las anfetaminas, su Drugstore habría quebrado hacía seis años. Lo mismo podía decirse de la funeraria. Y lo mismo, seguramente, aunque el hombre que estaba a su lado jamás lo admitiría, del negocio Coches de Ocasión Jim Rennie.

– Sé en qué estás pensando, amigo -dijo Big Jim.

Andy lo miró con timidez. Big Jim sonreía… pero no era una sonrisa furiosa, sino amable, comprensiva. Andy le devolvió el gesto, o como mínimo lo intentó. Estaba muy en deuda con Big Jim, Pero ahora cosas como el Drugstore y el BMW de Claudie le parecían mucho menos importantes. ¿De qué le servía a una esposa muerta un BMW, aunque tuviera sistema de aparcamiento automático y un equipo de música que se activaba mediante la voz?

Cuando esto acabe y Dodee regrese, le regalaré el BMW, decidió Andy. Es lo que Claudie habría querido.

Big Jim levantó bruscamente una mano hacia el sol que se estaba poniendo y que parecía abarcar el cielo como un gran huevo podrido.

– Crees que todo esto es, en cierto modo, culpa nuestra. Que Dios nos está castigando por haber mantenido a flote el pueblo cuando corrían malos tiempos. Pues eso no es cierto, amigo. Esto no es obra de Dios. Si me dijeras que lo de Vietnam fue obra de Dios, su advertencia de que Estados Unidos había abandonado la senda espiritual, estaría de acuerdo contigo. Si me dijeras que el 11-S fue la reacción del Ser Supremo al hecho de que nuestro Tribunal Supremo les dijera a nuestros hijos que ya no podían empezar el día con una plegaria al Dios que los había creado, te diría que sí. Pero ¿qué Dios ha castigado a Chester's Mills porque no hemos querido acabar siendo otro pueblo de mala muerte al pie de la carretera, como Jay o Millinocket? -Negó con la cabeza-. No, señor. No.

– Hay que decir que también nos llenamos los bolsillos -replicó Andy tímidamente.

Eso era cierto. Habían hecho algo más que mantener a flote sus negocios y echar una mano a los hermanitos marrones; Andy tenía su propia cuenta en las islas Caimán. Y estaba dispuesto a apostar que por cada dólar que tenía él, o los Bowie, Big Jim se había quedado tres. Quizá hasta cuatro.

– «Digno es el obrero de su sustento» -dijo Big Jim con un tono pedante pero amable-. Mateo diez-diez. -Omitió citar el versículo anterior: «No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos».

Miró su reloj.

– Hablando del trabajo, amigo, más vale que nos pongamos en marcha. Hay mucho que decidir. -Echó a andar.

Andy lo siguió sin apartar los ojos de la puesta de sol, que aún brillaba tanto que le hizo pensar en carne infectada. Entonces Big Jim se detuvo de nuevo.

– Además, ya oíste a Stewart, vamos a cerrar el chiringuito. «Todo visto para sentencia», como dice el juez después de escuchar a ambas partes. Él mismo se lo dijo al Chef.

– Menudo tipo -exclamó Andy con gesto adusto.

Big Jim se rió.

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