Читаем La música del Adiós полностью

Clarke advirtió que en la sala de DIC había amainado el revuelo.

– ¿Qué era ese barullo? -preguntó a Goodyear.

– Una carrera libre hacia el depósito -respondió él sin darle importancia, lanzando el dispositivo USB al aire y recogiéndolo-. Se ha presentado alguien a reclamar el cadáver de Todorov y el inspector Starr quería saber quién conducía más rápido -volvió a lanzar el dispositivo y a recogerlo-. El agente Reynolds dijo que él, pero muchos no estaban de acuerdo… -de pronto advirtió que Clarke le miraba furiosa y añadió despacio-: ¿Tendría que habérselo dicho al entrar?

– Exactamente -respondió ella en tono amenazador, y añadió para Terry Grimm-: Gracias por su visita.

Bajó la escalera apresuradamente camino del aparcamiento y subió a su coche, giró la llave de contacto y arrancó. Iba a preguntarle a Starr por qué no le había dicho nada… por qué no le había pedido a ella que fuera. Y, además, se lo encomendaba nada menos que ¡a Ray Reynolds! ¿Sería porque ella se había marchado de la comisaría sin avisarle? ¿Era una indicación del futuro que le aguardaba?

Tenía mucho que preguntar al inspector Derek Starr.

Giró al final de Leith Street y a continuación hizo un giro brusco en North Bridge. Cruzó el Tron y dobló a la derecha, cruzándose con el tráfico que venía en sentido contrario, hacia Blair Street, pasando de nuevo por delante del piso de Nancy Sievewright. Los Talking Heads que decían que Londres era una «ciudad pequeña» tendrían que recorrer Edimburgo. Menos de ocho minutos después de salir de Gayfield Square entraba en el aparcamiento del depósito de cadáveres y detenía el coche junto al de Reynolds, preguntándose si no habría llegado antes que él. Había otro coche, un gran Mercedes viejo, aparcado entre dos furgonetas del depósito blancas y sin rótulo. Lo miró apenas camino de la puerta de los empleados. Giró la manivela y entró. No había nadie en el pasillo ni en el cuarto de personal, pero vio que salía vapor de un hervidor. Avanzó hacia la zona de ingreso, abrió otra puerta, cruzó otro pasillo y subió las escaleras hasta la planta superior, en donde estaba la entrada para el público y los familiares antes de identificar a sus seres queridos y en donde se llevaba a cabo el papeleo ulterior. Era generalmente un lugar ocupado por gente que sollozaba callada y permanecía pensativa en dramático silencio. Aquel día no.

Reconoció inmediatamente a Nikolai Stahov. Llevaba el mismo abrigo negro largo de la primera vez que lo vio. Junto a él había un hombre que también parecía ruso, tal vez cinco años más joven, pero casi trece centímetros más alto, y más robusto. Stahov discutía en inglés con Derek Starr, que estaba cruzado de brazos y con las piernas separadas como dispuesto a embestirle. Tenía a su lado a Reynolds, y detrás de ellos cuatro empleados del depósito permanecían a la expectativa.

– Tenemos derecho -dijo Stahov-. Derecho constitucional… derecho moral.

– Hay en curso una investigación por homicidio -replicó Starr-, y el cadáver tiene que permanecer aquí por si son necesarias otras pruebas forenses.

Stahov miró a su izquierda y vio a Clarke.

– Ayúdenos, por favor -dijo implorante. Ella avanzó unos pasos.

– ¿Qué problema hay?

Starr la miró furioso.

– El consulado quiere repatriar los restos del señor Todorov -exclamó.

– Alexander tiene que ser enterrado en su patria -añadió Stahov.

– ¿Hay una petición concreta en su testamento? -inquirió Clarke.

– Testamento o no testamento, su esposa está enterrada en Moscú…

– Eso es algo que quería yo preguntar -le interrumpió Clarke. Stahov se había vuelto completamente hacia ella, lo que pareció molestar a Starr-. ¿Qué sucedió exactamente con su esposa?

– Murió de cáncer -respondió Stahov-. Podrían haberla operado, pero habría perdido el niño que tenía en sus entrañas. Ella quiso llevar adelante el embarazo -añadió Stahov encogiéndose de hombros-. El niño nació muerto y la madre sólo vivió unos días.

Sus palabras hicieron que se calmaran los ánimos de todos. Clarke asintió despacio con la cabeza.

– ¿A qué se deben estas prisas, señor Stahov? Alexander murió hace ocho días… ¿por qué han esperado hasta ahora? -preguntó.

– Lo único que queremos es que vuelva a su patria con el debido respeto a su fama internacional.

– No estoy muy segura de que en Rusia gozara de esa fama. ¿No dijo usted que el premio Nobel no es gran cosa en Moscú?

– El gobierno habrá cambiado de actitud.

– ¿Quiere decir que ha recibido orden del Kremlin?

Stahov permaneció imperturbable.

– Al no existir ningún familiar, el Estado asume la responsabilidad. Tengo autoridad para reclamar su cadáver.

– Pero nosotros no tenemos autoridad para entregarlo -replicó Starr, que se había situado junto a Clarke para ver mejor la mirada de Stahov-. Usted es diplomático y sabe perfectamente que existe un protocolo.

– ¿En qué sentido exactamente?

– En el sentido de que retendremos el cadáver mientras no nos diga lo contrario un juez o un decreto -dijo Clarke.

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