Читаем La música del Adiós полностью

– ¿Y de qué hablaste con el ministro de Fomento?

– Me apuesto algo a que a Sergei le preguntó lo mismo.

– ¿Y qué crees que me contestó?

– Seguramente le diría que hablaron de desarrollo económico, y es la verdad.

– Parece que estás negociando la venta de buenos terrenos, Cafferty. ¿Andropov paga y tú haces de intermediario?

– Es todo legal.

– ¿Sabe él tu historia de casero? ¿Pisos atiborrados de gente, sin seguridad contra incendios, cheques del paro robados y cobrados…?

– Se agarra a un clavo ardiendo, ¿no es cierto? Habla como si lo hubiera visto -dijo Cafferty señalando el agua del canal.

– Tienes un piso en Blair Street alquilado a Nancy Sievewright y a Eddie Gentry -«dos inquilinos», pensó mientras lo decía. Muy distinto a los pisos de mala muerte atiborrados de emigrantes-. Nancy es amiga de Sol Goodyear, tan amiga que, en realidad, es él quien le pasa la droga. La misma noche en que dieron una puñalada a Sol en Haymarket, Nancy se tropezó con el cadáver de Todorov en la calle donde vive Sol -añadió Rebus acercando el rostro al del gángster-. ¿Comprendes lo que quiero decir? -espetó entre dientes.

– Pues no.

– Y ahora el consulado quiere hacer desaparecer el cadáver de Todorov.

– Siempre se agarra a un clavo ardiendo, Rebus. Ya he perdido la cuenta.

– No hay ningún clavo, Cafferty, son cadenas, y ¿sabes quién se está enredando en ellas?

– Y dale -replicó Cafferty-. Con esa clase de lenguaje debería ponerse a escribir poesía.

– Sí, claro, el único problema es que para rimar con Cafferty sólo se me ocurren dos palabras: «maldad» e «hijo de puta».

El gángster sonrió, mostrando su costosa dentadura. A continuación lanzó un profundo suspiro y caminó hacia el extremo de puente.

– Yo me crié no lejos de aquí, ¿lo sabía?

– Pensé que era en Craigmillar.

– Pero tenía unos tíos en Gorgie que me cuidaban cuando mi madre trabajaba. Mi padre se largó de casa un mes antes de nacer yo. Usted no se crió en Edimburgo, ¿verdad? -añadió volviéndose hacia Rebus.

– En Fife -contestó él.

– Entonces, no recordará el matadero. A veces se escapaba un toro, sonaba la alarma y a los críos no nos dejaban salir de casa hasta que llegaba el tirador de primera. Recuerdo que una vez yo lo estaba viendo desde la ventana. Era un animal enorme, con el morro pringado de mocos y echando vaho, que corría enloquecido al verse libre de pronto -hizo una pausa-. Hasta que el tirador echó rodilla en tierra, apuntó y le disparó a la cabeza. Las patas se le doblaron y perdió el brillo de los ojos. Durante un tiempo pensé que era yo el último toro en libertad.

– Dices muchas tonterías -replicó Rebus.

– La verdad es que -añadió Cafferty con sonrisa casi entristecida-, ahora se me ocurre pensar que tal vez ese toro es usted, Rebus. Embiste, pega patadas y muge porque no soporta la idea de que yo estoy dentro de la ley.

– Sí, porque es eso, nada más que una «idea» -hizo una pausa y tiró la colilla al agua-. ¿Por qué demonios me has hecho venir aquí, Cafferty?

El gángster se encogió de hombros.

– Ahora no hay tantas oportunidades para nuestras conversaciones a solas. Y cuando Sergei me dijo que nos había seguido… Bueno, tal vez es que buscaba la oportunidad de hablar.

– Me conmueves.

– He oído que han encargado al inspector Starr de la investigación. Ya le están dando de lado, ¿verdad? Bueno, la pensión es sana…

– Y de dinero limpio.

– Ahora a Siobhan le llega su oportunidad.

– Será digna contendiente tuya, Cafferty.

– Ya veremos.

– Con tal de que yo lo vea…

Cafferty centró su atención en la alta tapia de ladrillo que cercaba el solar.

– Ha sido un placer hablar con usted, Rebus. Disfrute en su camino hacia el ocaso.

Rebus no se movió del sitio.

– ¿Te has enterado de ese ruso que han envenenado en Londres? Ten cuidado con quién te la juegas, Cafferty.

– Nadie va a envenenarme, Rebus. Sergei y yo vemos las cosas del mismo modo. Dentro de pocos años Escocia va a ser independiente, de eso no cabe la menor duda. Con treinta años de petróleo en el mar del Norte y Dios sabe cuántos en el Atlántico, en el peor de los casos haremos un trato con Westminster y nos quedaremos con el ochenta o noventa por ciento -argumentó Cafferty encogiéndose ligeramente de hombros-. Y luego nos gastaremos el dinero en nuestros placeres habituales: bebida, drogas y juegos de azar. Montaremos un supercasino en todas las ciudades, y a mirar cómo crecen los beneficios…

– Otras de tus invasiones silenciosas, ¿eh?

– Los soviéticos siempre pensaron que habría una revolución en Escocia. A usted le dará igual, ¿no? Usted ya estará fuera de juego -añadió Cafferty diciendo adiós con la mano y volviéndole la espalda.

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