– Esto es escandaloso -exclamó Stahov estirándose las bocamangas del abrigo-. No sé cómo se puede ocultar esta situación a la opinión pública.
– Vaya a llorar a los periódicos -le incitó Starr-, a ver si consigue algo…
– Lo único que puede hacer es iniciar el proceso -añadió Clarke.
Stahov la miró a la cara, asintió despacio con la cabeza, se dio la vuelta y se dirigió a la salida seguido de su chófer. Nada más salir los dos rusos Starr agarró a Clarke del brazo.
– ¿Qué haces aquí? -dijo entre dientes. Ella se zafó de su mano.
– Estoy donde tenía que estar, Derek.
– Te dejé al mando en Gayfíeld.
– Te marchaste sin decirme palabra.
Tal vez Starr pensara que era inútil discutirlo, porque miró a quienes les rodeaban -Reynolds y el personal del depósito- y su gesto de ira se distendió.
– Bueno, ya lo hablaremos en otro momento -dijo.
Clarke, aunque ya había decidido no insistir, le dejó un instante sumido en dudas fingiendo que se lo pensaba.
– Muy bien -dijo al fin.
Él asintió con la cabeza y se volvió hacia los empleados del depósito.
– Han hecho muy bien en llamar. Si intentan alguna otra cosa, ya saben dónde estamos.
– ¿Cree que intentarán robarlo por la noche? -preguntó uno de los celadores. Uno de sus compañeros contuvo la risa.
– Hace mucho tiempo que no hemos tenido ladrones de cadáveres, Davis -comentó.
Siobhan Clarke optó por no preguntar.
Capítulo 33
Se reunieron en una mesa del salón de atrás del bar Oxford. Habían anunciado que John Rebus quería verse a solas con ellos y lo tenían reservado. No obstante, hablaban en voz baja. Lo primero que Rebus hizo fue explicar su suspensión y señalar que era peligroso que les vieran con él. Clarke dio un sorbo de tónica; nada de gin tonic. Colin Tibbet miró a Phyllida Hawes, desamparado.
– Entre Derek Starr y usted… no hay ninguna duda -dijo Hawes.
– Ninguna duda -repitió Tibbet sin estar del todo convencido.
– ¿Qué es lo peor que pueden hacerme a mí? -añadió Todd Goodyear-. ¿Mandarme otra vez de uniforme al West End? De todos modos, lo van a hacer -dicho lo cual alzó la pinta hacia Rebus.
Tras lo cual, comenzaron a pasar revista a los acontecimientos del día, con buen cuidado por parte de Rebus de explicar a su modo sus propias actividades, dado que estaba suspendido de servicio.
– ¿No has hablado aún con Megan MacFarlane y Jim Bakewell? -preguntó a Clarke.
– He tenido que hacer, John.
– Perdón -terció Goodyear, casi atragantándose con el sorbo de cerveza-, eso me recuerda que mientras estaba en el depósito llamaron del despacho de Bakewell. Hay una cita con él mañana.
– Gracias por avisarme, Todd.
Goodyear hizo una mueca como disculpándose. Hawes comentó algo sobre aprovechar la mínima para no estar en la oficina.
– Estamos como sardinas en lata -añadió Tibbet-. Abrí el cajón de mi mesa y dentro habían dejado un bocadillo.
– ¿Os invitaron a almorzar en el banco? -preguntó Rebus.
– Unas medianoches de foie-gras -contestó Hawes-. La verdad, a mí me pareció una fábrica, muy fina y lujosa, pero una fábrica.
– Con diez mil millones de beneficios -comentó Tibbet sin darle aún crédito.
– Más que el PIB de muchos países -añadió Goodyear.
– Esperemos que se queden si obtenemos la independencia -dijo Rebus-. Si se unen con su primer competidor no sería un mal comienzo para un país pequeño.
Clarke le miró.
– ¿Tú crees que es por eso que Stuart Janney le ronda tanto a Megan MacFarlane?
Rebus se encogió de hombros.
– A los nacionalistas no les gustaría que una entidad como FAB se largara del país. Eso le da al banco mucha influencia.
– No me parece a mí que la señorita MacFarlane tenga mucha influencia.
– Pero ella es el futuro, ¿no crees? Los bancos logran sus beneficios jugando a largo plazo, a veces muy a largo plazo -añadió pensativo-. Y a lo mejor no son los únicos…
Notó las vibraciones del móvil y miró el número en la pantalla. Era de otro móvil que no conocía. Respondió a la llamada:
– Diga.
– Hombre de paja… -era el apodo que daba Cafferty a Rebus, por una antigua anécdota. Rebus se levantó y se dirigió a la barra, bajó los dos escalones y salió a la calle.
– ¿Has cambiado de número? -preguntó al gángster.
– Lo cambio casi cada mes, pero no me importa que los amigos lo sepan.
– Qué amable.
Ahora que estaba fuera aprovecharía para fumar un pitillo.
– El tabaco le matará.
– Todos tenemos que morirnos -replicó Rebus, que recordó lo que había dicho Stone sobre los pinchazos en los teléfonos de Cafferty… ¿Podrían oír las conversaciones en los móviles? Tal vez por eso Cafferty cambiaba tanto de número.
– Quiero verle -dijo el gángster.
– ¿Cuándo?
– Ahora, claro.
– ¿Algún motivo en concreto?
– Venga al canal.
– ¿A qué lugar del canal?
– El que usted sabe -añadió despacio Cafferty, cortando la comunicación.