Читаем La música del Adiós полностью

Rebus permaneció inmóvil, pero sabía que no valía la pena quedarse allí. De todos modos, le costaba marcharse. El Cafferty de la otra noche se había comportado como un actor en un decorado con coche y chófer, pero el Cafferty de aquella noche era distinto, más reflexivo. Aquel Cafferty tenía muchas caras… una máscara para cada ocasión. Pensó en ofrecerse a llevarle a casa, pero ¿por qué demonios molestarse? Se dio la vuelta y se dirigió al coche, encendiendo otro pitillo por el camino. La historia del gángster sobre el toro le rondaba por la cabeza. ¿Sería así la jubilación: una libertad extraña y desconcertante y brutalmente corta?

«Nada de Leonard Cohen cuando llegues a casa. Ya tienes pensamientos morbosos de sobra», se dijo.


* * *


Lo que hizo fue poner a Rory Gallagher: «Big Guns» y «Bad Penny», «Kickback City» y «Sinnerboy». Los tres whiskys largos que se tomó entraron bien. Después de Gallagher puso Jackie Leven y Page, y después Plant. Pensó en llamar a Siobhan, pero cambió de idea. Sería mejor que tuviera un poco de tregua de las preocupaciones de Rebus. No había comido nada y no tenía hambre.

Cuando sonó el teléfono llevaría dormido casi una hora. Tenía el vaso de whisky en el brazo del sillón, agarrado en la mano.

«No has tirado ni una gota, John», se dijo a sí mismo admirado, cogiendo el teléfono con la otra mano.

– Hola, Shiv -dijo al ver el número-. ¿Controlándome?

– John… -por el tono de voz supo que había ocurrido algo. Algo malo.

– Vamos, suéltalo -dijo levantándose del sillón.

– Cafferty está ingresado en cuidados intensivos -dijo ella y quedó un instante en silencio. Rebus hundió la mano en el pelo, pero al caer el vaso al suelo comprendió que no la tenía libre. Ahora tendría los zapatos mojados de whisky.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó.

– Eso es precisamente lo que yo te pregunto -espetó ella-. ¿Qué demonios sucedió en el canal?

– Sólo hablamos.

– ¿Hablasteis?

– Te lo juro.

– Ha debido de ser una conversación muy acalorada, dada la fractura craneal. Y otras lesiones y contusiones…

Rebus entrecerró los ojos.

– ¿Le encontraron en el canal?

– Claro que sí.

– ¿Estás tú ahí, ahora?

– Shug Davidson se tomó la molestia de llamarme.

– Llego dentro de diez minutos.

– No, no se te ocurra… has bebido, John. Se te pone la voz nasal tras cuatro o cinco copas.

– Pues envíame un coche.

– John…

– ¡Envíame un puto coche, Siobhan! -exclamó pasándose de nuevo la mano por el pelo y tirándose de él. «Me han tendido una trampa», pensó.

– John, ¿cómo va a consentir Shug que te acerques? En lo que a él respecta, eres sospechoso. Si deja que un sospechoso entre en el escenario del crimen…

– Sí, vale, de acuerdo -dijo Rebus mirando el reloj-. Hará unas tres horas que nos separamos. ¿Cuándo le encontraron?

– Hace dos horas y media.

– Mal asunto -su mente iba a toda velocidad, pensando en que tal vez dos litros de agua le vendrían bien-. ¿Avisaste a Calum Stone?

– Sí.

– Mierda.

– Está aquí con su compañero.

Rebus abrió los ojos cuanto pudo.

– No hables con ellos.

– Demasiado tarde. Estaba hablando con Shug cuando ellos llegaron. Stone se presentó y ¿sabes qué es lo primero que me dijo?

– Pues, ¿algo así como «tiene la misma voz de la mujer anónima que me hizo ir a una gasolinera de Granton»?

– Más o menos.

– Lo único que puedes hacer es decir la verdad, Shiv. Que yo te ordené hacer esa llamada.

– Y que estabas suspendido de servicio… algo que yo sabía perfectamente.

– Dios, lo siento, Siobhan…

El grifo seguía abierto y el fregadero casi lleno. Casi veinte centímetros. Conocía casos de hombres ahogados con mucho menos.

Capítulo 34

Cuando el taxi le dejó en el puente levadizo de Leamington ella le esperaba con los brazos cruzados, igual que un gorila de un club elegante.

– No puedes estar aquí -le espetó entre dientes.

– Lo sé -replicó él.

El lugar estaba lleno de curiosos que regresaban a casa tras una noche de asueto; vecinos de los pisos cercanos e incluso una pareja de una barcaza del canal que miraban desde la borda, tazas en mano con un líquido humeante.

– ¿Por qué tienes el pelo mojado? -preguntó Clarke.

– No he tenido tiempo de secármelo -contestó él.

Podía verlo todo; no hacía falta que se acercara. La policía científica con las linternas examinando la senda de la otra orilla, unos focos de arco voltaico enchufados a un punto del amarradero, probablemente destinado a las barcas atracadas; muchos agentes moviéndose en silencio y un corrillo en un punto concreto del paseo.

– ¿Ahí es donde le encontraron? -preguntó. Clarke asintió con la cabeza-. Más o menos donde estaba cuando yo me marché.

– Una pareja que volvía a casa se tropezó con el cuerpo. Y uno de los sanitarios reconoció su cara. Los de la comisaría del West End llegaron a toda prisa y Shug me llamó por si me interesaba.

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