Читаем La música del Adiós полностью

Rebus miró el móvil antes de cerrarlo. Había dado unos pasos por la calzada. A aquella hora no había problema porque no pasaba tráfico. Y si algún coche se aventuraba por Young Street, el ruido lo delataba. Permaneció allí en medio de la calle fumando el cigarrillo frente a Charlotte Square. Un cliente habitual le dijo una vez que el edificio georgiano que había al final de la calle era la residencia del primer ministro. Se preguntó qué pensaría el mandatario del país de los variopintos grupos de fumadores a la puerta del bar Oxford.

Se abrió la puerta y salió Siobhan Clarke poniéndose el abrigo y seguida por Todd Goodyear, más que satisfecho con su consumición de media pinta de cerveza.

– Era Cafferty -les dijo Rebus-. Quiere verme. ¿Vais a algún sitio?

– Yo tengo que reunirme con mi novia -respondió Goodyear-. Vamos a ver las iluminaciones de Navidad.

– Aún estamos en noviembre -comentó Rebus.

– Las han encendido hoy a las seis de la tarde.

– Y yo me iba a casa -dijo Clarke. Rebus alzó un dedo.

– No hay que salir del pub en pareja… Luego hay habladurías.

– ¿Para que quiere verte Cafferty? -preguntó Clarke.

– No me lo ha dicho.

– ¿Vas a ir?

– ¿Por qué no?

– ¿Dónde vais a encontraros? Supongo que en algún sitio bien iluminado…

– En el canal, cerca del bar de la dársena Fountainbridge. ¿Qué hacen Phyl y Col?

– Piensan ir al parque de Princes Street -dijo Goodyear-. Han abierto la noria y la pista de patinaje.

Clarke miró fijamente a Rebus.

– ¿Quieres que te acompañe alguien?

La expresión de su rostro era más que elocuente.

– Bien… -dijo Goodyear subiéndose el cuello de la chaqueta, mirando el cielo-. Hasta mañana.

– No te metas en líos, Todd -dijo Rebus viendo que el joven se encaminaba hacia Castle Street-. Es buen chico, ¿verdad? -le comentó a ella, pero Clarke no le dio cuartel.

– Tú no puedes ir solo a esa cita con Cafferty.

– No es la primera vez.

– Pero cualquier día puede ser la última.

– Si me encuentran flotando, al menos sabréis quién ha sido.

– ¡No bromees con estas cosas!

Él le puso la mano en el hombro.

– Siobhan, no te preocupes -dijo-. Aunque, ¿sabes que hay una especie de moscón en el asunto? El SCD vigila a Cafferty.

– ¿Qué?

– Anoche tuve un enfrentamiento con ellos -al ver la cara que ponía ella, apartó la mano y la alzó en señal de apaciguamiento-. Ya te lo explicaré. Quieren que no me acerque a él.

– Pues eso es lo que debes hacer.

– Por supuesto -dijo él, tendiéndole la tarjeta de Stone-, por eso quiero que llames a ese Stone y le digas que el inspector Rebus quiere hablar con él urgentemente.

– ¿Qué?

– Llámale desde el teléfono del bar Oxford. No quiero que capte tu móvil. No le digas el nombre; sólo que Rebus quiere verle en la gasolinera y cuelgas.

– Por Dios bendito, John… -comentó ella mirando la tarjeta.

– Oye, dentro de cuarenta y ocho horas me habrás perdido de vista.

– Estás suspendido de servicio y te tengo enredado en el pelo.

– Como un peine en los rizos, ¿eh? -dijo Rebus sonriente.

– Más bien como unas pinzas de rizar torcidas -replicó Clarke, pero se dirigió de nuevo al bar para hacer la llamada.


* * *


– Sí que ha tardado -fue lo primero que dijo Cafferty.

Estaba en el mismo puente de peatones del canal, con las manos en los bolsillos de su largo abrigo de pelo de camello.

– ¿Dónde está tu coche? -preguntó Rebus mirando hacia el solar vacío.

– He venido andando. Son sólo diez minutos.

– ¿Y el guardaespaldas?

– No es necesario -respondió Cafferty.

Rebus encendió otro cigarrillo.

– ¿Así que sabes que estuve aquí la otra noche?

– Le reconoció el chófer de Sergei -el mismo que había mirado de mala manera a Rebus aquella tarde en el hotel-. ¿Nos siguió hasta Granton?

– Hacía una buena noche para conducir -replicó Rebus, expulsando el humo hacia Cafferty, pero el viento lo desvió.

– Es todo legal, ¿sabe? Síganos cuanto quiera.

– Eso haré; gracias.

– A Sergei le encanta Escocia; eso es todo. Su padre le leía de niño La isla del tesoro. Tuve que llevarle hasta el parque de Queen Street, al estanque que se supone que le dio la idea a Robert Louis Stevenson.

– Fascinante -dijo Rebus mirando la superficie reluciente del canal. Sólo tenía poco más de un metro de profundidad, pero él sabía de casos de ahogados en aquellas aguas.

– Está pensando en trasladar aquí sus negocios -dijo Cafferty.

– No sabía yo que aquí hubiera tantas minas de estaño y zinc.

– Bueno, quizá no todo su negocio.

– Yo no acabo de verlo claro, la verdad, teniendo un tratado de extradición con Rusia.

– ¿Está seguro? -replicó Cafferty con sonrisa burlona-. Bueno, pero también tenemos una ley de asilo político, ¿no?

– No creo que tu amigo pueda acogerse a ella.

Cafferty volvió a sonreír.

– Aquella noche en el hotel -añadió Rebus-, en que estuviste tú con Todorov, y luego con Andropov, y un ministro del gobierno llamado Bakewell… ¿de qué hablasteis realmente?

– Creí que se lo había dicho… yo le invité a una copa sin tener ni idea quién era.

– ¿Tú no sabías que Todorov y Andropov se criaron juntos?

– No.

Rebus sacudió la ceniza en el aire.

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