– No le estoy ayudando mucho, ¿verdad? -añadió ella, negando con la cabeza.
– A veces las cosas que descartamos son tan importantes como las que retenemos -dijo Rebus.
– ¿Como en los casos de Sherlock Holmes? -preguntó ella-. «
Él asintió con la cabeza para que no le tachara de poco leído. Cada día, camino del trabajo, pasaba por delante de una estatua de Sherlock Holmes en la rotonda de Leith Street, que, en realidad, señalaba el lugar que había ocupado la casa derruida de Conan Doyle.
– ¿En qué está pensando? -preguntó ella. Rebus se encogió de hombros.
– Me sucede lo que a usted, que nunca acabo de recordarla…
Ella se levantó, dio la vuelta a la mesa, rozándole las piernas con la falda, y cogió un libro de una estantería. Por el lomo, Rebus vio que era un compendio de citas. Encontró la sección de Doyle y pasó el dedo por las líneas hasta dar con ella.
– «
– Humm -dijo Rebus, con la intención de que creyera que estaba de acuerdo con ella. Miró su taza vacía en la mesa-. Bien, doctora Colwell, dado que le he hecho un favor…
– ¿
– ¿No tendrá por casualidad la llave del piso de Todorov?
– Pues tiene usted suerte. Tenía que venir alguien de Building Services a recogerla pero no se han presentado.
– ¿Qué será de todas sus cosas?
– En el consulado dijeron que ellos se encargarían. Tendrá familia en Rusia -explicó ella abriendo un cajón de la mesa y sacando el llavero. Rebus lo recogió al tiempo que hacía una inclinación de cabeza-. En la planta baja hay un bedel. Si no estoy yo, puede dejársela a él. Y no se le olvide la grabación -añadió tras una pausa.
– Pierda cuidado.
– Es que en el estudio me dijeron que era la única copia existente. Pobre señor Riordan, morir de ese modo tan horrible…
En la calle, Rebus descendió la escalinata desde George Square a Buccleuch Place. Había algunos estudiantes con aspecto de… estudiosos, era el único calificativo posible. Se detuvo al final de los peldaños a encender un cigarrillo, pero empezaba a hacer frío y optó por fumarlo a resguardo.
En el piso de Todorov no advirtió señales de cambio desde su anterior visita, salvo que el contenido de la papelera estaba volcado en la mesa: seguramente Scarlett Colwell, para buscar el poema. Rebus había olvidado la existencia de los seis ejemplares de
– Inspector Rebus al habla -dijo.
– Hola, aquí Roddy Denholm respondiendo a una llamada misteriosa -era una voz educada de acento angloescocés.
– No es tan misteriosa, señor Denholm, y le agradezco su atención.
– Tiene suerte de que sea un noctámbulo, inspector.
– Aquí es mediodía…
– Pero en Singapur, no.
– El señor Blackman pensaba que estaría en Melbourne o en Hong Kong.
Denholm se echó a reír con tos de fumador.
– Sí, muy bien podría haber estado allí, ¿no? O incluso en la esquina. Esto de los móviles es maravilloso…
– Si está en la esquina, señor, sería más barato hablar cara a cara.
– Si quiere hacerlo, puede tomar el avión para Singapur.
– Trato de reducir mis emisiones de dióxido de carbono, señor -replicó Rebus expulsando humo hacia el techo.
– ¿Dónde está usted en este momento, inspector?
– En Buccleuch Place.
– Ah, sí, el barrio universitario.
– Estoy en el piso de un difunto.
– Creo que es la primera vez que oigo esa frase -dijo el artista realmente impresionado.
– No era un hombre dentro de su línea profesional. Se trata de un poeta llamado Alexander Todorov.
– He oído hablar de él.
– Le asesinaron hace una semana y en las indagaciones ha surgido el nombre de usted.
– Explíquese.
Tuvo la impresión de que Denholm se ponía cómodo en la cama del hotel. Él se sentó en el sofá y apoyó el codo en la rodilla.
– Usted está encargado de un proyecto para el Parlamento y había encargado unas grabaciones a un…
– A Charlie Riordan.
– Bien, éste ha muerto también -Rebus oyó un silbido al otro lado de la línea-. Le incendiaron la casa.
– ¿Las grabaciones están a salvo?
– Que nosotros sepamos, sí, señor.
Denholm captó el tono de la réplica de Rebus.
– Le pareceré un cabrón insensible -dijo.