Iban hacia el sudeste de Edimburgo, camino de la circunvalación y del cinturón verde. A los vecinos de la zona no les sorprendió que al banco First Albannach lo autorizaran a construir su nueva sede en un lugar declarado zona protegida. El banco trasladó la madriguera de un tejón y compró un campo de golf de nueve hoyos para uso exclusivo de sus empleados. El enorme edificio de vidrio estaba a menos de kilómetro y medio del hospital Royal Infirmary, lo que a Hawes le pareció muy conveniente por si alguno se cortaba los dedos contando billetes. Aunque pensó que no sería nada extraño que el banco dispusiera en él de sala propia para su mutua.
– Yo me quedé en casa, ya que lo preguntas -dijo ella mirando cómo Col aminoraba la marcha al ver que el semáforo estaba a punto de cambiar de verde a rojo. Hacía lo que enseñan en las autoescuelas de no frenar de golpe y reducir las marchas. Todos los que ella había conocido hasta ahora prescindían de tal maniobra en cuanto obtenían el carnet; pero Colin no. Se imaginaba que también se plancharía los calzoncillos.
Estaba empezando a reventarle que, a pesar de todos los defectos que le encontraba, le siguiera gustando. Tal vez era que se agarraba a un clavo ardiendo. Detestaba la idea de que no podía vivir contenta sin un tío a remolque, pero al parecer era lo que sucedía.
– ¿Viste algo interesante en la tele? -preguntó él.
– Un documental sobre hombres que se convierten en mujeres -él la miró tratando de dilucidar si mentía-. De verdad -insistió ella-. Hay tanto estrógeno en el agua de grifo, que la bebes y te salen tetas.
Él reflexionó un instante.
– ¿Cómo llega el estrógeno al agua?
– ¿Hace falta explicarlo? -replicó ella imitando el gesto de accionar la cisterna del váter-. Además están todos esos aditivos de la carne. Esas cosas modifican el equilibrio químico del organismo.
– Yo no quiero que se modifique mi equilibrio químico.
Ella se echó a reír.
– De todos modos, ahora me explico algo -añadió ella en broma.
– ¿Qué?
– Por qué ha empezado a gustarte Derek Starr -añadió Hawes frunciendo el ceño y riendo otra vez-. Le mirabas de una manera mientras nos largaba su arenga… como si fuera Russell Crowe en
– Esa la vi yo en el cine -dijo Tibbet-. El público se puso en pie a dar vítores. Nunca había visto nada parecido.
– Porque los escoceses pocas veces se sienten satisfechos de sí mismos.
– ¿Tú crees que deberíamos tener la independencia?
– Quizá -respondió ella-. Con tal de que las empresas como el First Albannach no se larguen al sur.
– ¿Cuánto ganaron el año pasado?
– Ocho mil millones, o algo así.
– ¿Quieres decir ocho millones?
– Ocho mil -repitió ella.
– No puede ser.
– ¿Te crees que miento? -replicó ella, pensando en cómo él se las había arreglado para cambiar de tema sin que ella lo advirtiera.
– Eso da qué pensar, ¿no?
– Da que pensar, ¿qué?
– Donde está de verdad el poder -respondió él apartando la vista de la carretera para mirarla a ella-. ¿Quieres hacer algo después?
– ¿A qué te refieres?
Tibbet se encogió de hombros.
– Esta tarde inauguran la feria de Navidad. Podíamos ir a echar un vistazo.
– Podríamos.
– Y a cenar después.
– Me lo pensaré.
Tibbet puso el intermitente para doblar a la entrada de la sede del banco First Albannach. Ante ellos se alzaba un edificio de vidrio y acero de cuatro plantas, largo como una calle. De una garita salió un vigilante para anotar sus nombres y la matrícula del coche.
– Aparcamiento seis cero ocho -dijo. Aunque había bastantes espacios más cerca que el indicado, Hawes observó a su compañero dirigirse obedientemente al 608.
– No te preocupes -comentó cuando puso el freno de mano-, puedo caminar desde aquí.
Y caminaron por delante de apretadas filas de coches deportivos, monovolúmenes familiares y todoterrenos. No habían terminado de ajardinar la entrada y detrás de una esquina del cuerpo principal se divisaban matas de aulaga y una de las calles del campo de golf. Al abrirse las puertas se encontraron en un atrio de tres alturas. Detrás de recepción había un soportal con tiendas: farmacia, supermercado, café y librería, y un tablero exhibía información sobre la guardería, el gimnasio y la piscina. Unas escaleras mecánicas llevaban al segundo nivel, donde unos ascensores de cristal comunicaban con el resto de las plantas. La recepcionista les dirigió una sonrisa de oreja a oreja.
– Bienvenidos al First Albannach -dijo-. Hagan el favor de firmar y de enseñarme un carnet con foto…
Así lo hicieron y la mujer les dijo que el señor Janney estaba reunido pero que su secretaria les esperaba.
– En la tercera planta. La encontrarán al salir del ascensor -dijo, entregándoles unos pases plastificados y obsequiándoles con otra sonrisa.
Un vigilante de seguridad les hizo cruzar un arco detector de metales, pasado el cual recogieron las llaves, los móviles y la calderilla.
– ¿Esperan problemas? -preguntó Hawes.
– Alerta verde -dijo el hombre lacónico.
– Un alivio para todos.