Читаем La música del Adiós полностью

El ascensor les llevó al tercer piso, donde ya les aguardaba una joven con pantalón y chaqueta negros que les tendió un sobre tamaño folio. Hawes lo cogió y la mujer les saludó con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se alejó por un pasillo interminable. A Tibet no le había dado tiempo ni a salir del ascensor, y nada más volver a entrar Hawes en él se cerraron las puertas e inició el descenso. Menos de tres minutos después de entrar al edificio estaban fuera, asombrados de la rapidez.

– Eso no es un edificio -comentó Hawes-. Es una máquina.

Tibbet corroboró sus palabras con un leve silbido y oteó el aparcamiento.

– ¿Cuál era el número de la plaza? -preguntó.

– El del fin del mundo -contestó Hawes echando a andar por el asfalto.

En el asiento del pasajero abrió el sobre y sacó una docena de extractos fotocopiados. En el primero había un post-it amarillo con una anotación que insinuaba que Todorov tenía dinero en otra entidad, tal como había señalado el cliente al abrir la cuenta y había una transferencia a un banco de Moscú. La nota la firmaba Stuart Janney.

– No pasaba grandes apuros -comentó Hawes-. Seis mil libras en la cuenta corriente y dieciocho mil en la de ahorros -comprobó las fechas de ingreso: no había ingresos ni cargos notables en los días anteriores a su muerte; ni tampoco después-. El que se llevó la tarjeta bancaria no la ha utilizado.

– Podrían haberle desplumado -asintió Tibbet-. Veinticuatro mil libras… No está mal para un artista muerto de hambre.

– Se ve que Garret’s ya no está tan de moda -dijo Hawes, marcando un número en el móvil. Clarke contestó a la llamada y Hawes le pasó la principal información-: Sacó cien libras el día en que lo mataron.

– ¿Desde dónde?

– Desde un cajero automático en Waverley Station -Hawes frunció el ceño de pronto-. ¿Cómo es que salió de Edimburgo por una estación y regresó por la otra?

– Porque iba a una cita con Charles Riordan, quien creo que frecuentaba un restaurante de las inmediaciones.

– Bueno, con él no podemos verificarlo, claro.

– Pues no -dijo Clarke. Hawes oyó voces en segundo término y le parecieron mucho más tranquilas que las de Gayfield Square.

– Shiv, ¿dónde está? -preguntó.

– En el Ayuntamiento, averiguando lo de la videovigilancia.

– ¿Cuánto tardará en volver a la comisaría?

– Una hora tal vez.

– Lo dice muy poco animada. ¿Sabe algo de su inspector preferido?

– Suponiendo que te refieres a Rebus y no a Starr, la respuesta es «no».

– Dile lo del banco -dijo Tibbet.

– Dice Colin que le comente que nos ha encantado el First Albannach.

– Era lujoso, ¿no?

– He estado en hoteles peores. Tienen de todo menos riachuelos.

– ¿Visteis a Stuart Janney?

– Estaba reunido. La verdad es que fue como una cadena de producción. Entrar, salir y adiós muy buenas.

– Tienen que proteger a los accionistas. Unos beneficios de diez mil millones son incompatibles con publicidad adversa.

Hawes se volvió hacia Tibbet.

– Siobhan dice que los beneficios el año pasado fueron diez mil millones.

– Así como suena -añadió Clarke.

– Así como suena -repitió Hawes mirando a Tibbet.

– Es increíble -volvió a decir Tibbet meneando despacio la cabeza.

Hawes le miró fijamente. Tenía unos labios tentadores, era más joven que ella y con menos experiencia. Había materia para trabajar, tal vez aquella misma noche.

– Hasta luego -dijo a Clarke, cortando la comunicación.

Capítulo 31

La doctora Scarlett Colwell esperaba a Rebus en su despacho de George Square. Estaba en uno de los pisos altos, por lo que la vista habría sido magnífica de no ser por el vaho que empañaba el doble vidrio de las ventanas.

– Deprimente, ¿verdad? -comentó como disculpándose-. Una construcción de hace cuarenta años y ya está a punto para la piqueta.

Rebus dirigió su atención a las estanterías de libros rusos. Unos bustos de escayola de Marx y Lenin hacían de sujetalibros. En la otra pared había carteles y postales con chinchetas y una foto del presidente Yeltsin bailando. La mesa de Colwell estaba junto a la ventana pero de espaldas a ella. Había otras dos mesas juntas con sitio para ocho sillas alrededor. La intelectual se agachó junto a un hervidor en el suelo y echó unos granos de café en dos tazas.

– ¿Leche? -preguntó.

– Sí, gracias -contestó Rebus, contemplando su gran melena. La tensa falda le marcaba la cadera.

– ¿Azúcar?

– No, sólo leche.

El hervidor acabó de bullir y ella vertió el agua, tendiendo una taza a Rebus antes de ponerse de pie. Estuvieron un instante muy cerca uno de otro hasta que ella volvió a disculparse por la falta de espacio y se sentó detrás del escritorio, para satisfacción de Rebus, que apoyó el trasero en la mesa.

– Gracias por recibirme.

Ella sopló sobre el café.

– No me las dé. Me causó gran impresión la noticia de la muerte del señor Riordan.

– ¿Le conoció en la Biblioteca de Poesía? -aventuró Rebus. Ella asintió con la cabeza y a continuación se echó el pelo hacia atrás.

– Y en Word Power.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿La librería donde el señor Todorov dio la conferencia?

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