Colwell señaló hacia la pared; Rebus dirigió allí la mirada y esta vez vio la foto de Alexander Todorov en pleno arrebato poético con el brazo teatralmente alzado y la boca abierta.
– No parece una librería -comentó Rebus.
– Se han trasladado a un local mayor: el café de Nicolson Street. Pero estaba lleno.
– Él está en su elemento, ¿verdad? -preguntó Rebus escrutando la foto más de cerca-. ¿Hizo usted la foto, doctora Colwell?
– No me salió muy bien -respondió ella como disculpándose.
– Yo no soy quién para juzgar -dijo él volviéndose y sonriendo-. Así que, ¿esa conferencia la grabó también Charles Riordan?
– Exacto -dijo ella, haciendo una pausa-. En realidad, es una feliz coincidencia que me llamase, inspector.
– ¿Ah, sí?
– Sí, estaba a punto de hacerlo yo para pedirle un favor.
– ¿En qué puedo servirla, doctora Colwell?
– En una revista, la
– ¿Y bien? -dijo Rebus llevándose la taza a los labios.
– Es un nuevo poema en ruso que recitó en la Biblioteca de Poesía -dijo ella con una risita-. En realidad, creo que lo terminó aquel mismo día. La cuestión es que no tengo copia del mismo, ni creo que la tenga nadie.
– ¿Ha mirado en la papelera?
– ¿Suena vergonzoso si digo que sí?
– En absoluto. Entonces, ¿no lo encontró?
– No… y por eso hablé con un hombre muy amable de Estudios Riordan.
– Sería Terry Grimm.
Ella asintió con la cabeza, y volvió a echarse el pelo hacia atrás.
– Él me dijo que hay una grabación.
Rebus pensó en la hora que había pasado en el coche de Siobhan escuchando con ella la grabación del difunto.
– ¿Quiere que se la prestemos? -preguntó, recordando que, en ella, Todorov recitaba en ruso algunos poemas.
– El tiempo justo para traducirlo. Será mi necrológica.
– No veo inconveniente.
Ella sonrió encantada, y a él le dio la impresión de que de no haber existido la mesa se habría acercado a darle un abrazo. Pero lo que hizo realmente fue añadir si tenía que escuchar el CD en la comisaría o se lo podría llevar. La comisaría: él no podía aparecer por allí…
– Se lo puedo traer yo -dijo y ella amplió la sonrisa.
– Se lo devolveré como máximo la semana que viene -añadió seria.
– No hay problema -dijo Rebus-. Y siento que no hayamos descubierto aún al asesino del señor Todorov.
– Estoy segura de que hacen cuanto pueden -dijo más seria aún.
– Gracias por el voto de confianza -hizo una pausa-. Aún no me ha preguntado a qué he venido.
– Esperaba que usted me lo dijera.
– He estado indagando en la vida del señor Todorov para ver si tenía enemigos.
– Alexander era enemigo del Estado, inspector.
– Eso creo. Pero una de las historias que he oído es que le apartaron de su puesto de docente por tomarse demasiadas confianzas con las estudiantes. Y creo que quien me lo contó trataba de darme gato por liebre.
Ella negó con la cabeza.
– Pues es cierto. El propio Alexander me lo contó. Fueron acusaciones amañadas, desde luego, porque querían echarle por las buenas o por las malas -añadió, como condolida por el hecho.
– Doctora Colwell, ¿me permite que le pregunte si él intentó… algo con usted?
– Yo tengo pareja, inspector.
– Con todos mis respetos, usted es una mujer hermosa, y tengo la impresión de que a Alexander Todorov le gustaban las mujeres. Y no creo que eso le hubiera disuadido a menos que el rival fuese un asesino ninja.
Ella volvió a obsequiarle con una espléndida sonrisa, bajando la vista con falsa modestia.
– Bien -dijo al fin-. Sí, tiene usted razón. Después de unas copas, la libido de Alexander siempre se despertaba.
– Bonito modo de decirlo. ¿Son palabras de él?
– Son mías, inspector.
– Debió de considerarle a usted amiga suya para hacerle tal confidencia.
– No estoy muy segura de que tuviera amigos de verdad. Los escritores son así a veces… nos ven a los demás como material literario. ¿Se imagina ir a la cama con alguien sabiendo que después va a escribir sobre ello? ¿Sabiendo que todo el mundo leerá cosas sobre ese momento tan íntimo?
– La entiendo perfectamente -Rebus hizo una pausa y se aclaró la garganta-. Pero debió de encontrar el modo de… «
– Ah, no le faltaban mujeres, inspector.
– ¿Estudiantes? ¿Aquí en Edimburgo?
– No sabría decirle.
– ¿O tal vez Abigail Thomas de la Biblioteca de Poesía? Usted pareció insinuar que estaba loca por él.
– Inútilmente, lo más seguro -respondió Colwell tajante y pensativa, para añadir-: ¿De verdad cree que a Alexander lo mató una mujer?
Rebus se encogió de hombros. Se imaginó a Todorov, con más de una copa, caminando por King’s Stables Road, y de pronto una mujer que surge y que, sin más, le ofrece fornicio. ¿Habría ido con una desconocida? Probablemente. Pero más aún con una conocida.
– ¿Le mencionó alguna vez el señor Todorov a un tal Andropov? -preguntó.
Ella vocalizó en silencio el nombre unas cuantas veces, pensándolo, y al final dijo:
– No.
– Otra posibilidad: ¿y un tal Cafferty?