Читаем La música del Adiós полностью

Los dos policías se acomodaron en el asiento trasero del Passat y el agente de uniforme se sentó al volante. De Marchmont a Torphichen Place se tardaba diez minutos. En Melville Drive no había casi tráfico porque aún no era la hora punta. En los Meadows vieron a corredores haciendo ejercicio y los faros del coche iluminaron las tiras reflectantes de sus zapatillas. Esperaron en el cruce del Tollcross a que cambiara el semáforo, entraron por una calle de dirección única hacia Fountainbridge y enseguida pasaron ante la vinatería especializada y la dársena. Era allí donde Rebus había esperado a que salieran Cafferty y Andropov la noche que los siguió hasta Granton. Trataba de recordar si en el canal había videovigilancia; pero se imaginaba que no, aunque quizás habría cámaras fuera del local de vinos; que él no las hubiera advertido no significaba que no existieran. No era probable que le hubieran visto rondar por allí, pero nunca se sabe. No pasaba mucha gente de noche por el puente levadizo de Leamington, pero algún peatón lo cruzaba. Borrachos con su botella y gente joven que iban de un lado a otro buscando marcha. ¿Habría visto alguien algo? ¿A alguien alejándose a la carrera? Los pisos de Leamington Road donde él había aparcado el coche la primera noche… si un vecino había mirado por la ventana en el momento preciso…

– Creo que estoy incriminado, Shug -dijo Rebus cuando el coche hizo un giro cerrado a la derecha en la rotonda hacia Gardner’s Crescent y puso a continuación el intermitente en el siguiente semáforo para tomar por Morrison Street. Circulaban por la zona de calles de dirección única y tendrían que girar dos veces más a la derecha para llegar a la sede de la división C.

– Muchos deben de pensar -dijo Davidson-, que quien golpeó a Cafferty merece una medalla -hizo una pausa mirando a Rebus-. Para que lo sepas, yo no me cuento entre ellos.

– Yo no fui, Shug.

– Entones, no tienes por qué preocuparte, ¿no? Somos policías, John, y sabemos que el inocente siempre queda libre.

A continuación guardaron silencio hasta que el coche patrulla se detuvo ante la comisaría. No había periodistas, y Rebus dio gracias al cielo; pero al entrar vio en el vestíbulo a Derek Starr hablando en voz baja con Calum Stone.

– Hace buen día para un linchamiento -les dijo Rebus y, como Davidson no se detuvo, él le siguió.

– Lo que me recuerda -dijo Davidson-, que los de Expedientes quieren hablar también contigo.

Expedientes era la brigada de asuntos disciplinarios, los policías que se encargaban de los trapos sucios.

– Parece que te suspendieron de servicio hace unos días -añadió Davidson-, y no te lo tomaste muy en serio -se detuvo ante la puerta de uno de los cuartos de interrogatorio-. Pasa, John.

La puerta se abría hacia fuera para que los detenidos no pudieran encerrarse. Tenían generalmente una mesa y sillas, una grabadora e incluso una cámara atornillada enfocada a la mesa, encima de la puerta.

– El alojamiento es bueno -dijo Rebus-. ¿Sirven desayuno?

– Tal vez pueda pedir un panecillo con bacon.

– Y salsa marrón -dijo Rebus.

– ¿Té o café?

– Té con leche, garçon. Sin azúcar.

– Veré lo que puedo hacer -dijo Davidson cerrando la puerta al salir.

Rebus se sentó en la silla. ¿Y qué si uno de la Científica había encontrado un protector de zapatos? Tal vez otro agente lo había dejado por allí. Los restos de sangre podían ser manchas de corteza o de óxido; en el canal había de todo. Los agentes de la científica usaban aquellos plásticos, pero ¿quiénes más? Los utilizaban en algunos hospitales; tal vez en el depósito de cadáveres… en lugares de esterilización obligada. Pensó en la cerradura del maletero del Saab y en que habría debido arreglarla. Sí, cerraba, pero a base de insistir, y aun así se abría casi sin apretar. Cafferty conocía su coche. Stone y Prosser también. ¿Lo había advertido el chófer de Andropov aquel día frente al Ayuntamiento? No, porque iban en el coche de Siobhan. Pero él había dejado el Saab aparcado mientras seguía a Cafferty y a Andropov a la vinatería… una oportunidad para que uno de los guardaespaldas cogiera lo que quisiera del maletero. El propio Cafferty había dicho que el chófer de Andropov le había reconocido. Un protector de zapatos manchado de sangre. ¿Qué posibilidades existían de que se descubriera algo que le incriminara? Imposible saberlo.

«Son tus últimos días de poli, John. Disfrútalos», se dijo.

Se abrió la puerta y apareció una agente de uniforme con un vaso de plástico.

– ¿Té? -inquirió él, oliendo el líquido.

– Si usted lo dice -replicó la mujer antes de retirarse. Él dio un sorbo y le supo bien. Cuando se abrió de nuevo la puerta era Shug Davidson que metía otra silla.

– Es el panecillo de beicon más raro que he visto -comentó Rebus.

– Ya traerán los panecillos -dijo Davidson colocando la tercera silla junto a la suya y sentándose. Sacó dos casetes del bolsillo, las desenvolvió y las introdujo en la grabadora.

– Shug, ¿necesito un abogado?

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