Clarke negó con la cabeza, aunque sabía perfectamente que en el despacho de Macrae se estaba discutiendo la posibilidad. En cuanto se fue Goodyear, sacó del bolso el reproductor de CD y cogió el disco del primer cajón de la mesa. El recital de Todorov para la librería Word Power. Se puso los auriculares, subió el volumen y cerró los ojos.
Era un café. Se oía el ruido de la cafetera al fondo. Charles Riordan debería estar frente al público. Oyó que Todorov carraspeaba. Uno de los libreros le daba la bienvenida y comenzaba a hacer la presentación. Ella conocía aquel café; estaba cerca del cine Odeon y lo frecuentaban estudiantes. Había unos sofás grandes muy cómodos y ecológicos; era la clase de local donde te sientes culpable si no pides algo de comercio justo. No parecía que hubiera amplificación para el poeta, pero el micrófono de Riordan era excelente. Al cambiar de posición oyó entre el público una tos, un estornudo; murmullos y susurros. A Riordan parecían interesarle aquellos ruidos tanto como el recital. Se lo imaginó como escuchando a través de las puertas.
Cuando el poeta tomó la palabra lo hizo con una pauta muy parecida a la de la Biblioteca de Poesía: las mismas bromas para romper el hielo, y la afirmación de que los escoceses le parecían muy hospitalarios. Clarke se lo imaginó recorriendo con la vista la audiencia, buscando a alguna mujer que deseara llevar más lejos esa hospitalidad, pero en un momento determinado se apartó de la pauta seguida en el anterior recital y dijo que iba a leer un poema de Robert Burns llamado «
Tras dos estrofas más con la misma rima estallaron los aplausos. Todorov volvió a los poemas de
– ¿Vas a comprar un ejemplar?
– Diez libras es un poco caro… y además los hemos oído casi todos.
– ¿A qué pub vais?
– Al Pear Tree seguramente.
– ¿Qué te ha parecido?
– Algo pretencioso.
– ¿Vamos a vuestra casa el sábado?
– Depende de los niños.
– ¿Ya ha empezado a llover?
– Tengo el perro en el coche.
Después el timbre de un móvil que dejaba de sonar al contestar a la llamada… Una contestación en un idioma que a Clarke le pareció sospechosamente ruso. Y sólo captó un par de palabras antes de que la voz se amortiguara. ¿Tenía el poeta un móvil? No, que ella supiera. O sea que ¿sería alguien del público? Sí, porque ahora el micrófono volvía hacia la tribuna y se oía a la librera dar las gracias a Todorov.
– Y si después es tan amable de firmar los ejemplares…
– Por supuesto. Será un placer.
– Y tomar una copa con nosotros en el Pear Tree… ¿Seguro que no le tienta cenar con nosotros?
– Querida, procuro resistir la tentación. No es buena para un poeta de mi avanzada edad -en ese momento Todorov cambió el objeto de su atención-. Ah, señor Riordan, ¿qué tal ha ido la grabación?
– Estupendamente. Gracias.
«
A continuación hasta el micrófono enmudeció. Por el contador del aparato vio que había escuchado casi una hora. No había nadie en el despacho de Macrae y a Starr no se le veía por ninguna parte. Se quitó los auriculares y miró si tenía mensajes en el móvil. Ninguno. Llamó a Rebus a casa pero le habló el contestador automático. Tampoco contestaba al móvil. Estaba marcando otra vez el número cuando vio que regresaba Todd Goodyear y torció el gesto.
– Mi novia acaba de decirme una cosa -dijo.
– Dime cómo se llama que lo he olvidado.
– Sonia.
– ¿Y qué te ha dicho Sonia?
– Que cuando estaban buscando por el canal encontraron un protector para zapatos de esos de plástico que se ajustan al tobillo con un elástico.
– Y luego dicen que no contaminemos el escenario del crimen…
Goodyear comprendió lo que quería ella decir.
– No -añadió-, no se les cayó a ellos. Tenía restos de sangre, o es lo que parece.
– ¿O sea, que lo llevaba puesto el agresor?
Goodyear asintió con la cabeza.