– ¿La sargento Clarke? -dijo Jim Bakewell estrechando la mano de Siobhan, al tiempo que ella le preguntaba si quería tomar algo-. Podíamos ir con su café a mi despacho -fue su respuesta.
– Sí, pero ya que estamos aquí…
Bakewell lanzó un suspiro y se sentó, ajustándose las gafas. Llevaba un traje de
– Seré breve, señor -dijo Clarke-. Quiero hacerle un par de preguntas sobre Alexander Todorov.
– Ha sido una muerte lamentable -comentó Bakewell mientras se estiraba la raya del pantalón.
– ¿Estuvo usted con él en el programa
– Correcto.
– ¿Puede decirme qué impresión general le causó?
Bakewell tenía unos ojos azul lechoso. Antes de contestar, saludó con la cabeza a un adulador que pasó a su lado.
– Yo llegué tarde por culpa del tráfico y apenas tuve tiempo de darle la mano antes de que nos recibieran. Él no quiso que le maquillasen, eso sí que lo recuerdo -dijo quitándose las gafas y poniéndose a limpiarlas con el pañuelo-. Me pareció muy brusco con todo el mundo, pero ante las cámaras se comportó bien.
Volvió a ponerse las gafas y guardó el pañuelo en un bolsillo del pantalón.
– ¿Y después? -preguntó Clarke.
– Si no recuerdo mal se largó. Allí no se queda nadie hablando con los demás.
– ¿Por no confraternizar con el enemigo? -aventuró Clarke.
– Sí, algo parecido.
– ¿Es así como considera a Megan MacFarlane?
– Megan es encantadora…
– ¿Pero no van de visita uno a casa del otro?
– Realmente, no -respondió Bakewell con una tenue sonrisa.
– La señorita MacFarlane cree que el SNP ganará las elecciones en mayo.
– Eso es absurdo.
– ¿No cree usted que Escocia quiere darle a Tony Blair un rapapolvo por lo de Irak?
– No existen deseos de independencia -respondió Bakewell bruscamente.
– ¿Ni deseos de Trident?
– Los laboristas ganarán en mayo, sargento. No pierda el sueño por nosotros.
Clarke reflexionó un instante.
– ¿Y qué me dice de la última vez que le vio?
– No sé si la entiendo.
– La noche en que asesinaron al señor Todorov, él estuvo tomando una copa en el hotel Caledonian, y usted también estuvo allí, señor Bakewell.
– ¿Ah, sí? -replicó Bakewell frunciendo el ceño como tratando de recordar.
– Estuvo sentado en uno de los compartimentos con un industrial llamado Sergei Andropov.
– ¿Fue esa misma noche? -preguntó, aguardando a que Clarke asintiera con la cabeza-. Bien, la creo.
– El señor Andropov y el señor Todorov se conocían de niños.
– No lo sabía.
– ¿No vio a Todorov en la barra?
– No.
– Le invitó a una copa un gángster de Edimburgo llamado Morris Gerald Cafferty.
– El señor Cafferty vino a nuestra mesa, pero él solo.
– ¿Le conocía de antes?
– No.
– ¿Pero sabía de su reputación?
– Sabía que era… bueno, «
– ¿De qué hablaron ustedes tres?
– De negocios… del ambiente comercial -contestó Bakewell encogiéndose de hombros-. De nada apasionante.
– ¿Y cuando Cafferty se sentó a su mesa, no mencionó a Alexander Todorov?
– No, que yo recuerde.
– ¿A qué hora se fue usted del bar, señor?
Bakewell infló los carrillos y expulsó aire esforzándose por recordar.
– A las once y cuarto… más o menos.
– ¿Andropov y Cafferty se quedaron allí?
– Sí.
Clarke hizo una pausa, pensando.
– ¿Le pareció que Cafferty conocía bien al señor Andropov?
– No sabría decirle.
– ¿Pero no era la primera vez que se veían?
– La empresa del señor Cafferty actúa en representación del señor Andropov en algunos proyectos de desarrollo.
– ¿Por qué eligió a Cafferty?
Bakewell rió irritado.
– Pregúnteselo a él.
– Le estoy preguntando a usted, señor.
– Me da la impresión de que está dando palos de ciego, sargento, y no con mucha sutileza. Como ministro de Fomento mi trabajo me obliga a hablar de las posibilidades de desarrollo con hombres de negocios de cierto calibre.
– ¿Por lo que iría acompañado de sus asesores? -Clarke observó cómo Bakewell trataba de encontrar una respuesta-. Si acudió allí de manera oficial -insistió-, supongo que iría con su equipo de asesores.
– Era una reunión oficiosa -espetó el político.
– ¿Es eso algo generalizado, señor, en su línea de trabajo?
Bakewell estaba a punto de protestar, o de largarse; ya tenía las manos apoyadas en las rodillas, dispuesto a ponerse en pie, pero se acercó una mujer que se dirigió a él.
– Jim, ¿dónde te has metido? -dijo Megan MacFarlane, volviéndose hacia Clarke-. Ah, es usted.
– Me está interrogando sobre Alexander Todorov y Sergei Andropov -dijo Bakewell.
MacFarlane miró enfurecida a Clarke como dispuesta al ataque, pero ella no le dio la oportunidad.
– Me alegro de verla, señorita MacFarlane -dijo-. Quería preguntarle algo sobre Charles Riordan.
– ¿Quién?
– El que hizo unas grabaciones con su comité para una instalación.
– ¿Se refiere al proyecto de Roddy Denholm? -preguntó MacFarlane con interés-. ¿Qué quiere saber?
– El señor Riordan era amigo de Alexander Todorov y ahora los dos están muertos.