– ¿No me lo dices?
– No -respondió ella acercándose a la mesa del ordenador junto a la ventana y enchufando el portátil.
Tenía una de esas sillas en forma de S supuestamente convenientes para la espalda, pero se sentó en el apoyo para las rodillas. No tardó mucho en encontrar la página de Word Power. Hizo clic en «
– ¿Cómo vamos a saber quiénes son los rusos? -preguntó Rebus apoyando las manos en el borde de la mesa-. ¿Por el sombrero de cosacos? ¿Los carámbanos en las orejas?
– No miramos debidamente la lista -dijo Clarke.
– ¿Qué lista?
– La de residentes rusos de Edimburgo que nos entregó Stahov y que incluía su propio nombre, ¿recuerdas? Me pregunto si estaría también el del chófer -añadió dando unos golpecitos en la pantalla. Sólo se le veía la cara y estaba sentado en un sofá de cuero marrón, pero había gente agachada y sentada en el suelo delante de él. No era la foto de un profesional porque todos aparecían con los ojos rojos-. ¿Recuerdas a aquellos rusos del depósito? Stahov quería repatriar los restos de Todorov. Estoy segura de que éste estaba con él.
Dio de nuevo unos golpecitos en la pantalla y Rebus se inclinó para verlo mejor.
– Es el chófer de Andropov -dijo-. Tuvimos un enfrentamiento en el vestíbulo del hotel Caledonian.
– Pues debe de trabajar para dos amos porque Stahov subió al asiento de atrás del viejo Mercedes y este tipo se sentó al volante -dijo ella volviendo la cabeza y mirándole-. ¿Crees que se prestará a hablar?
Rebus se encogió de hombros.
– A lo mejor alega inmunidad diplomática.
– ¿Estaba con Andropov aquella noche en el bar?
– Nadie lo mencionó.
– Tal vez aguardaba afuera, en el coche -dijo ella mirando el reloj.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Rebus.
– Yo tengo una cita con el diputado Jim Bakewell.
– ¿Dónde?
– En el Parlamento.
– Dile que quieres tomar un café… y yo me sentaré en una mesa al lado.
– ¿No tienes nada mejor que hacer?
– ¿Qué, por ejemplo?
– Averiguar quién es el agresor de Cafferty.
– ¿Tú no crees que existe relación?
– No lo sabemos.
– De verdad que me gustaría probar el expreso parlamentario -dijo Rebus. Ella no pudo evitar una sonrisa.
– De acuerdo -dijo-. Y de verdad que una de estas noches te invitaré a cenar.
– Más vale que me lo digas con anticipación… porque mi agenda va a estar repleta.
– Para algunos la jubilación es una vida totalmente nueva -dijo ella.
– No pienso estarme de brazos cruzados -añadió él.
Clarke se levantó y se quedó de pie ante él con los brazos caídos, mirándole. Estuvieron en silencio quince o veinte segundos, y al final Rebus sonrió como si hubiesen sostenido una larga conversación muda.
– Vámonos -dijo él rompiendo el encanto.
Llamaron al hospital Western General desde el coche para saber cuál era el estado de Cafferty.
– Sigue inconsciente -dijo Rebus para que lo oyera Clarke-. Tienen que hacerle otra exploración más tarde y continúa medicado en previsión de coágulos.
– ¿Crees que debemos enviarle unas flores?
– Es un poco pronto para la corona mortuoria.
Tomaron un atajo por Calton Road y aparcaron en una calle residencial de Abbeyhill. Clarke le dijo que le diera cinco minutos de ventaja, lo que Rebus aprovechó para fumar un cigarrillo. Había turistas paseando por allí, algunos contemplando con interés el edificio del Parlamento, pero la mayoría más atentos al palacio de. Holyrood, al otro lado de la avenida. Un par de ellos miraban sorprendidos las barras verticales de bambú de algunas de las ventanas del Parlamento.
– Vamos allá -musitó Rebus aplastando la colilla y dirigiéndose a la entrada. Mientras se vaciaba los bolsillos para cruzar el detector de metales preguntó a uno de los vigilantes qué era lo del bambú.
– No tengo ni idea -contestó el hombre.
– Eso lo tendría que decir yo -replicó Rebus. Al otro lado del detector recogió sus cosas y se dirigió a la cafetería. Clarke aguardaba cola y él se situó detrás de ella.
– ¿Dónde está Bakewell? -preguntó.
– Ahora baja. Parece que no es de los que toman café, pero yo le dije que más que una invitación era porque a mí me apetecía.
Pidió el capuchino y sacó el dinero.
– Pon también lo mío en la cuenta -dijo Rebus-. Uno doble.
– ¿Quieres que me lo tome también?
– Tal vez sea el último café al que me invites -dijo él en broma.
Encontraron dos mesas contiguas y se sentaron separados. Rebus no acababa de entender aquel espacioso interior con eco. Si le hubieran dicho que estaba en un aeropuerto no le habría extrañado. No entendía cuál era la intención arquitectónica. Le había llamado la atención el artículo de un periódico de años atrás en el que el periodista discurría que el edificio era demasiado elaborado para su destino real, ya que de hecho era «