– ¿De verdad?
Ella asintió con la cabeza.
– A veces me pregunto cómo acabará el asunto… -añadió casi hablando para sí misma, porque lo había pensado más de una vez en las últimas semanas-. ¿Lo pregunta por algo en concreto?
– Cuando Sol empezó a traficar creo que fue inducido por Cafferty.
– ¿Lo cree o lo sabe?
– Él nunca lo ha reconocido.
– Entonces, ¿cómo está tan seguro?
– ¿Se les sigue permitiendo a los policías tener corazonadas?
Clarke sonrió al pensar de nuevo en Rebus.
– Está mal visto.
– Pero no por eso deja de suceder -dijo él examinando lo poco que quedaba en la taza-. Me alegro de que me haya tranquilizado respecto al inspector Rebus. He advertido que no se ha sorprendido cuando mencioné a Cafferty.
– Como bien has dicho, hice ciertas comprobaciones.
Él sonrió y asintió con la cabeza y le preguntó si quería otro café.
– No, uno está bien de momento -contestó ella apurando la taza y tardando unos segundos en adoptar la decisión-. Su comisaría es Torphichen, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Le podrían prestar una mañana? -el rostro de Goodyear se iluminó como el de un niño en Navidad-. Les llamaré y les diré que le he birlado unas horas. Sólo unas horas -añadió esgrimiendo un dedo-. A ver qué tal nos llevamos.
– No se arrepentirá -dijo Todd Goodyear.
– Eso mismo me dijo el viernes… Mejor será que así sea.
«
«¿
Roger Anderson avanzó hasta la mitad del camino de entrada y vio el coche que bloqueaba la verja. Era una puerta eléctrica, que se había abierto al apretar un botón, pero frente a ella había un Saab que le impedía salir.
– Será posible semejante desconsideración… -musitó pensando en qué vecino sería el culpable.
Los Archibald, dos puertas más allá, siempre andaban con obras o invitados. Los Grayson de enfrente tenían aquel invierno a dos hijos que llevaban tiempo fuera de casa. Estaban, además, los que llamaban en un mal momento y los que echaban propaganda… Tocó el claxon del Bentley, lo que hizo que su mujer se asomase a la ventana del comedor. ¿Había alguien en el asiento del pasajero del Saab? No… ¡en el asiento del conductor! Anderson pulsó el claxon un par de veces, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche a zancadas hacia el inoportuno vehículo. El cristal de la ventanilla del conductor se abrió y asomó una cabeza.
– Ah, es usted… -dijo al ver que era uno de los policías del día anterior-, el «
– El inspector Rebus -dijo él al banquero-. ¿Qué tal se encuentra esta mañana, señor Anderson?
– Escuche, inspector, hoy mismo pasaré por su comisaría…
– Cuando le venga bien, señor, pero no he venido por eso.
– ¿Ah, no?
– Después de visitarle a usted el viernes fuimos a ver al otro testigo, la señorita Sievewright.
– ¿Ah, sí?
– Y nos dijo que había ido usted a verla.
– Sí -dijo Anderson mirando por encima del hombro, comprobando si su mujer podía oírles.
– ¿Por qué motivo, señor?
– Quería asegurarme de que no había sufrido ningún… Bueno, se llevó una impresión tremenda, ¿no?
– Y por lo visto usted le causó otra, señor.
Anderson se ruborizó.
– Yo sólo fui para…
– Ya lo ha dicho -le interrumpió Rebus-. Pero lo que yo me pregunto es cómo sabía su nombre y dirección, porque no figuran en el listín telefónico.
– Me lo dijo el agente.
– ¿La sargento Clarke? -inquirió Rebus frunciendo el ceño, pero Anderson negó con la cabeza.
– Cuando nos tomaron declaración. Bueno, después yo me ofrecí a llevarla a casa y él mencionó el nombre y la dirección: Blair Street.
– ¿Y se dedicó usted a recorrer Blair Street de arriba abajo buscando un portero automático con ese nombre?
– No creo que haya hecho nada malo.
– En cuyo caso supongo que habrá informado de ello a la señora Anderson.
– No, escuche usted…
Pero Rebus giró la llave de encendido.
– Le esperamos más tarde en la comisaría… con su señora esposa, por supuesto.
Arrancó con la ventanilla abierta y la dejó así unos minutos. Sabía que a aquella hora de la mañana el tráfico hacia el centro sería lento. Sólo había tomado tres pintas por la noche, pero sentía la cabeza gomosa. El sábado vio un rato la televisión y se llevó la contrariedad de otro fallecimiento: el futbolista Ferenc Puskas. Él era un jovencillo en tiempos de la final de la copa de Europa jugada en Hampden entre el Real Madrid y el Eintrahct de Frankfurt; ganó el Madrid por 7-3. Fue un partido fantástico y Puskas era un jugador increíble. En aquel entonces él buscó en un atlas el país de Puskas -Hungría- y deseó ir allí.
Jack Palance, y ahora Puskas; dos desaparecidos. Es lo que sucedía con los ídolos.