Читаем La música del Adiós полностью

Goodyear emitió una tosecilla y se ruborizó.

– No lo pretendía.

– En el café hablaste de los designios de Dios… ¿Significa eso que eres religioso?

– Bueno, sí que lo soy. ¿Hay algo de malo en ello?

– En absoluto. El inspector Rebus también lo era, y yo lo he aceptado todos estos años.

– ¿Lo era?

– Porque iba a la iglesia… -Clarke reflexionó un instante-. En realidad, iba a docenas de iglesias; una distinta cada semana.

– Buscando algo que no encontraba -aventuró Goodyear.

– Probablemente me mataría si se enterara de que te lo he dicho -comentó Clarke.

– Y usted, ¿no es religiosa?

– Dios, no -respondió ella sonriendo-. Es difícil serlo con esta profesión.

– ¿Ah, sí?

– Con todo lo que vemos… Esa maldad de la gente, que hace daño perversamente a los demás -volvió a mirarle-. ¿No se dice que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza?

– Sería una discusión que nos llevaría el resto del día.

– Entonces, te preguntaré si tienes novia.

Él asintió con la cabeza.

– Se llama Sonia y trabaja en la policía científica.

– ¿Y qué hicisteis este fin de semana? Aparte de ir a la iglesia, por supuesto.

– El sábado ella salió con una pandilla de chicas y no nos vimos. Pero Sonia no va a la iglesia…

– ¿Y qué tal está tu hermano?

– Creo que bien.

– ¿Quieres decir que no lo sabes?

– Ya ha salido del hospital.

– Pensé que me habías dicho que fue una pelea a puñetazos.

– Hubo una navaja por medio.

– ¿Suya o del contrincante?

– Del contrincante, por eso tuvieron que darle unos puntos.

Clarke quedó pensativa un instante.

– Dijiste que tus padres se separaron cuando tu abuelo fue a la cárcel…

Goodyear se reclinó en el asiento.

– Mi madre necesitó tratamiento médico y mi padre se marchó de casa poco después y se dio a la bebida más que nunca. Hubo días en que me tropezaba con él cuando salía de alguna tienda y no me reconocía.

– Eso es duro para un niño.

– Sol y yo vivimos más que nada con nuestra tía Susan, la hermana de mi madre. Era una casa muy pequeña, pero ella no se quejaba. Con ella comencé a ir a la iglesia los domingos. A veces estaba tan cansada que se dormía en el banco. Solía llevar una bolsa de caramelos y una vez se le cayó del regazo y rodaron todos por el suelo -sonrió al recordarlo-. Bueno, eso es todo.

– Pues muy bien. Ya casi hemos llegado.

En aquel momento cruzaban Portobello High Street, por primera vez para Clarke sin obras. Dos minutos después giraban hacia Joppa Road por una calle de adosados victorianos.

– Ahí está el número dieciocho -dijo Goodyear, que fue el primero en verlo. Había espacio de sobra para aparcar junto a la acera y Clarke pensó que la mayoría de los vecinos irían al trabajo en coche. Puso el freno de mano y apagó el contacto. Goodyear se le adelantó por el camino de entrada.

– Lo único que me faltaba -musitó ella quitándose el cinturón de seguridad-, era un puñetero listillo…

Pero, en el fondo, no era un sentimiento propio y se arrepintió nada más formularlo: era John Rebus.

Cuando llegó junto a Goodyear se abrió la puerta y Charles Riordan los miró sorprendido de verse cara a cara con un agente de uniforme, pero reconoció a Clarke y les hizo pasar. Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas de casetes, pero no había libros. Todo el espacio lo llenaban antiguos carretes de magnetofón y cajas de casetes.

– Pasen si pueden -dijo Riordan por todo comentario, dirigiéndose a lo que debía de ser el cuarto de estar transformado en estudio de grabación, con cajas acústicas en las paredes y un mezclador rodeado de más cajas de casetes, minidiscos y casetes dobles. Por debajo salían cables, había micrófonos llenos de polvo y una gruesa cortina cubría la única ventana.

– He aquí el palacete Riordan -declaró.

– Supongo que no está casado -aventuró Clarke.

– Lo estuve pero ella no lo aguantaba.

– ¿Se refiere al equipo?

Riordan negó con la cabeza.

– A mí me gusta grabarlo todo -dijo despacio-. Y eso, al cabo de un tiempo, a Audrey comenzó a resultarle insoportable -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. Bien, ¿en que puedo servirles, agentes?

Clarke miró a su alrededor.

– ¿Nos está grabando, señor Riordan?

Riordan contuvo la risa y, a modo de respuesta, señaló un pequeño micrófono negro.

– ¿Y el otro día en su estudio?

Él asintió con la cabeza.

– Con DAT. Aunque ahora casi todo lo grabo en digital.

– Yo creía que DAT era digital -comentó Goodyear.

– Sí, pero en cinta. Me refiero a grabación directa al disco duro.

– ¿Le importaría apagarlo? -dijo Clarke en un tono inapelable. Riordan se encogió de hombros y pulsó un botón en la mesa mezcladora.

– ¿Tienen más preguntas sobre Alexander? -inquirió.

– Sí, una o dos.

– ¿Recibió el compacto?

– Sí, gracias -contestó Clarke asintiendo con la cabeza.

– Recita muy bien, ¿verdad?

– Muy bien -dijo Clarke-. Pero yo quería preguntarle algo sobre la noche en que murió.

– ¿El qué?

– Dice que se separaron al salir del restaurante. Usted se marchó a casa y el señor Todorov ¿se fue a tomar una copa?

– Exacto.

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