Era una novedad para Hawes y Tibet, y también para Goodyear, por la cara que puso. Miraba a Rebus como preguntándose por qué un sargento podía estar por encima de un inspector, pero el timbre del teléfono rompió el silencio. Lo cogió Rebus, que estaba más cerca.
– Caso Todorov. Rebus al habla.
– Ah… Oiga… -era una voz trémula de hombre-. He llamado antes…
Rebus cruzó una mirada con Hawes.
– ¿Diciendo que había visto a una mujer, señor? Gracias por volver a llamar…
– Sí, bien…
– ¿En qué podemos ayudarle, señor…?
– ¿Tengo que dar mi nombre?
– La llamada es de índole confidencial, señor, pero conviene saber su nombre.
– ¿«
«¡
– Bueno, de acuerdo -dijo el que hacía la llamada-. Me llamo George.
– Gracias, George.
– George Gaverill.
– George Gaverill -repitió Rebus, mirando cómo Hawes apuntaba el nombre en su libreta-. Bien, ¿qué tiene que decirnos, George? Mis colegas me han hablado de una mujer…
– Sí.
– ¿Llama porque ha visto nuestras octavillas en el aparcamiento?
– El cartel puesto en la acera -replicó el hombre-. Seguro que no es nada importante. Bueno, vi en el telediario que machacaron a ese pobre hombre, ¿verdad? Pero no creo que pudiera hacerlo ella.
– Seguramente tiene razón, señor. De todos modos, estamos recogiendo toda la información posible para reconstruir los hechos -dijo Rebus poniendo los ojos en blanco, al tiempo que Clarke hacía un movimiento circular con el dedo indicándole que le diera conversación.
– Yo no quisiera que mi mujer pensara algo que no es… -añadió Gaverill.
– Naturalmente, señor. Así que, ¿esa mujer…?
– La noche del asesinato… -la voz se interrumpió de pronto y Rebus creyó que se había cortado la comunicación, pero enseguida oyó la respiración al otro extremo de la línea-, yo caminaba por King’s Stables Road…
– ¿A qué hora?
– A las diez… quizás a las diez y cuarto.
– Y vio a una mujer.
– Sí.
– Muy bien, señor -lo animó Rebus, volviendo a poner los ojos en blanco.
– Me hizo proposiciones sexuales.
La información cogió desprevenido a Rebus.
– Vamos a ver…
– Lo que le digo: quería copular, aunque ella lo expuso mucho más crudamente.
– ¿Y dice que fue en King’s Stables Road?
– Sí.
– ¿Cerca del aparcamiento?
– Sí, fuera del aparcamiento.
– ¿Era una prostituta?
– Supongo que sí. Me refiero a que no es algo que suceda todos los días… a mí por lo menos.
– ¿Y usted qué le dijo?
– Yo rehusé, naturalmente.
– ¿Y eso fue alrededor de las diez y cuarto?
– Sí, más o menos.
Rebus se encogió de hombros para darles a entender que no sabía si iba a sacar algo en claro. Lo que él quería era una descripción, pero eso sería más fácil hablando cara a cara con el informante; además, por los ojos de Gaverill sabría si se trataba de uno de tantos chalados.
– ¿No le sería posible -comenzó a decir despacio-, acercarse a la comisaría? Tenga en cuenta lo importante que puede ser su información.
– ¿Ah, sí? -dijo Gaverill, animado apenas un instante-. Pero es que mi esposa… no creo que…
– Seguro que puede darle alguna excusa.
– ¿Qué quiere usted decir? -exclamó de pronto el hombre.
– Bueno, simplemente que… -pero la comunicación se cortó y Rebus maldijo para sus adentros y colgó airado-. De ser una película, alguien habría localizado la llamada.
– Yo no he oído nunca que haya trabajadoras del sexo en esa calle ni en las cercanías -comentó Clarke escéptica.
– A mí me ha parecido que decía la verdad -rebatió Rebus.
– ¿Sabes si Gaverill es su verdadero nombre?
– Me apostaría algo.
– Entonces lo encontraremos en el listín telefónico -dijo Clarke volviéndose hacia Hawes y Tibbet-. Comprobadlo.
Así lo hicieron mientras Rebus daba golpecitos en el teléfono deseando que volviera a sonar. Al primer timbrazo lo cogió de un zarpazo.
– Perdone que haya colgado -dijo Gaverill-. No ha sido muy correcto.
– Señor, no le reprocho que se muestre prudente -se apresuró a decir Rebus-. Realmente esperábamos que volviera a llamar, porque se trata de uno de esos casos en los que ansiamos tener cualquier pista.
– Esa mujer no era una atracadora.
– Eso no significa que no viera algo. Sabemos que la víctima sufrió la agresión antes de las once, y si ella andaba por allí…
– Sí, claro, entiendo.
Hawes y Tibbet habían localizado el apellido y tendieron a Rebus un papel con el teléfono y la dirección de George Gaverill.
– Escuche -añadió Rebus-, esta llamada le está costando dinero. Le llamaré yo… ¿está en el número 229?
– Sí, pero no quiero…-la frase concluyó en una especie de gargarismo de Gaverill.
– Bien, entonces, señor Gaverill -dijo Rebus con voz más tajante-, o vamos a su casa a interrogarle o viene usted a Gayfield Square. ¿Qué prefiere?
Como un niño castigado, Gaverill prometió presentarse antes de media hora.