Читаем La música del Adiós полностью

– ¿En aquel mismo lugar donde hablaban? -preguntó Rebus con gesto de incredulidad.

– Quizás en el aparcamiento…

– ¿Lo dijo ella así?

– No lo recuerdo. Yo me aparté y seguí andando. Si le digo la verdad me quedé estupefacto.

– Es comprensible -comentó Clarke por animarle-. Es una circunstancia muy violenta. ¿Puede describirnos su aspecto?

– Bueno, era… No estoy muy seguro. De mi misma estatura… mayor que esa joven de la planta baja, aunque yo en cuestión de edades me engaño. La edad de las mujeres, quiero decir.

– ¿Iba muy maquillada?

– Maquillada y… perfumada, pero no sé qué tipo de perfume.

– ¿Diría usted que tenía aspecto de prostituta, señor Gaverill? -preguntó Rebus.

– No como las que se ven en la tele, no. No iba vestida en plan provocador. Llevaba un abrigo con capucha. Tengan en cuenta que era una noche fría.

– ¿Un abrigo con capucha?

– Tal vez una trenca… o algo más largo… No estoy muy seguro -añadió con una risita nerviosa-. Siento no ser…

– Se explica bien -dijo Rebus.

– Muy bien -añadió Clarke.

– Créanme -prosiguió Gaverill-, pensándolo bien, yo creo que estaba un poco chalada. Recuerdo una vez que vi a una mujer en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield Links tumbada enseñando las piernas y con la falda subida… resultó que se había escapado de Royal Ed. Es donde tienen a… -añadió como si requiriera explicación.

– Los pacientes con enfermedades psiquiátricas -le interrumpió Clarke asintiendo con la cabeza.

– Yo era un crío por entonces, pero aún lo recuerdo.

– Son cosas que causan impresión -comentó Rebus-. No me extrañaría que hubiera aborrecido a las mujeres para el resto de su vida -añadió riendo para que Gaverill lo tomara como una broma, pero la mirada de Clarke le llamó al orden.

– Irene es una mujer estupenda, inspector.

– Claro que sí. ¿Llevan mucho tiempo casados?

– Diecinueve años. Fue mi primera novia.

– Aja. La primera y la última, ¿eh? -espetó Rebus.

– Señor Gaverill -interrumpió Clarke-, ¿querría hacernos otro favor? Me gustaría que un agente de identificación esbozara con usted un retrato robot de la cara de esa mujer. ¿Podría ser?

– ¿Ahora mismo? -preguntó Gaverill mirando el reloj.

– Cuanto antes mejor, aprovechando que está fresco el recuerdo. Podríamos disponer de alguien en diez o quince minutos…

Por no decir media hora.

– Otra pregunta, señor Gaverill -terció Rebus-, ¿en qué trabaja usted?

– En subastas -contestó el hombre-. Compro artículos y los vendo.

– Un horario flexible -comentó Rebus-. Puede decirle a Irene que estuvo con un cliente.

Clarke carraspeó, pero Gaverill no vio intención en las palabras de Rebus.

– ¿Diez minutos? -preguntó.

– Diez o quince -afirmó Clarke.


* * *


Llegaron los bocadillos del almuerzo, encargados a Goodyear. Rebus hizo hincapié en que formaba parte del aprendizaje. Roger y Elizabeth Anderson se habían marchado a casa y también Nancy Sievewright. Hawes y Tibbet no obtuvieron ninguna novedad del interrogatorio. Rebus miró en el ordenador la imagen del rostro de la mujer. Gaverill dijo una y otra vez que la había visto prácticamente en sombra por llevar la capucha caída sobre la frente.

– Una desconocida -comentó Clarke una vez más. Gaverill acababa de marcharse muy contento, porque el experto había tardado casi una hora en hacerlo con el portátil, la impresora y el programa.

– A saber quién sería -añadió Rebus corroborando sus palabras-. De todos modos… estuvo allí, sea quien sea.

– ¿Tú te crees la historia de Gaverill?

– ¿Es que tú no?

– A mí me ha parecido que decía la verdad -terció Goodyear, y añadió rápidamente-: aunque de poco sirva.

Rebus lanzó un resoplido y tiró a la papelera los restos del panecillo relleno, sacudiéndose las migas de la camisa.

– Bueno, así que ahora -añadió Hawes-, tenemos a una mujer que seduce a los hombres para echar un simple polvo allí en el aparcamiento -hizo una pausa-. Creo que Siobhan lo tiene crudo.

– Suele suceder -dijo Clarke-. A menos que a los chicos se les ocurra algo.

Rebus miró a Tibbet y éste a Goodyear, pero ninguno de los dos dijo nada.

– Sería una simple buscona -optó por decir Tibbet.

– Trabajadora del sexo -corrigió Rebus.

– Pero los Anderson y Nancy Sievewright que pasaron por delante del aparcamiento no vieron a ninguna mujer con capucha.

– Eso no quiere decir que no estuviera allí, Colin -comentó Rebus.

– Hay un término para definir el hecho de que una mujer induzca a un hombre… ¿verdad?

– Encandilamiento -dijo Rebus-. Entonces, ¿volvemos a la tesis del atraco? No es un modus operandi en Edimburgo. Y otra cosa: los forenses dijeron que Todorov había fornicado aquel día.

Se hizo un silencio mientras trataban de desentrañar alguna pista. Clarke se sentó apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos. Finalmente alzó la vista.

– ¿Hay algo que me impida llegar a la conclusión obvia e informar de la misma al inspector jefe Macrae? Robaron a la víctima, la apalearon y la dejaron por muerta. Y ese es el único sospechoso que tenemos -añadió señalando con la cabeza la foto robot.

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