Читаем La música del Adiós полностью

– ¿Y tenía habitación allí?

– Resulta fatal encontrar taxi para volver a casa.

– ¿Dónde se encontró con Alexander Todorov?

– En la barra…

– ¿Estaba solo?

– Pero porque me apetecía… Yo, a diferencia del inspector Rebus, tengo muchos amigos con quienes puedo tomar una copa y pasarlo bien. Seguro que con usted también sería agradable tomar una copa, sargento Clarke, con tal de que no esté el gruñón.

– ¿Y se encontró a Todorov a su lado por casualidad? -aventuró Clarke.

– Yo estaba en un taburete en la barra y él, de pie, aguardando a que le sirvieran. Mientras el camarero preparaba un cóctel entablamos conversación, y como el hombre me cayó bien dije que cargaran su bebida a mi cuenta -explicó Cafferty encogiendo exageradamente los hombros-. Él se la echó al coleto, dio las gracias y se largó.

– ¿No correspondió a la invitación? -preguntó Rebus, coligiendo que si el poeta era un bebedor de la vieja escuela, habría debido hacerlo por cortesía.

– En realidad, se ofreció a hacerlo, pero yo le dije que estaba servido.

– Esperemos que la cámara de seguridad confirme lo que dices -comentó Rebus.

Por primera vez la máscara de Cafferty pareció quebrarse, pero fue una brevísima inquietud.

– Claro que sí -replicó.

Rebus asintió despacio con la cabeza mientras Clarke apagaba una sonrisa. Era un gozo poder poner nervioso a Cafferty.

– A la víctima la aporrearon brutalmente -prosiguió Rebus-. Si lo hubiera pensado en un principio, tenías que ser tú el sospechoso.

– A usted siempre le gustó sospechar de todos -dijo Cafferty mirando a Clarke, quien de momento sólo había trazado unos garabatos en la página de su libreta-. Tres y cuatro veces por semana se para delante de mi casa con ese viejo cacharro. Hay quien lo considera «acoso»… ¿Usted qué piensa, sargento Clarke? ¿Debo solicitar una orden de alejamiento?

– ¿De qué hablasteis?

– ¿Otra vez con el ruso? -dijo Cafferty en tono desabrido-. Que yo recuerde, dijo algo así como que Edimburgo era una ciudad fría. Probablemente yo le di toda la razón.

– Quizá se refería a la gente más que al clima.

– Aun así, tendría razón. No me refiero a usted, desde luego, sargento Clarke… Usted es un rayito de sol. Pero quienes vivimos aquí desde siempre, seguramente dejamos algo que desear, ¿no cree, inspector Rebus? Un amigo me dijo una vez que es porque siempre nos invadieron… una invasión silenciosa, desde luego, bastante agradable, a veces lenta y nada violenta, pero eso nos ha hecho… quisquillosos. Algunos más que otros -añadió mirando a Rebus.

– Todavía no nos has explicado por qué tenías habitación en el hotel -sentenció Rebus.

– Pues yo creo que sí -replicó Cafferty.

– Será porque piensas que somos tontos.

– Bueno, «tontos» sería exagerar-dijo Cafferty conteniendo la risa. Rebus metió las manos en los bolsillos del pantalón para ocultar sus puños crispados-. Escuche -prosiguió como cansado del juego-: le pagué una copa a un desconocido y alguien se lo cargó. Punto.

– No hasta que sepamos quién y por qué -replicó Rebus.

– ¿De qué más hablaron? -inquirió Clarke. Cafferty puso los ojos en blanco.

– Él comentó que Edimburgo era frío; yo dije que sí. Él dijo que Glasgow era más cálido y yo dije que era posible. Le sirvieron la copa y brindamos… Ahora que lo pienso llevaba algo. ¿Qué era? Creo que un disco compacto.

El que le había entregado Charles Riordan. Dos muertos que habían cenado juntos. Rebus cerrando y abriendo los puños. Abrir y cerrar. Se dio cuenta de que Cafferty siempre aparecía implicado en los peores asuntos, en todas las chapuzas, en todos los casos en que no había sospechoso y no se resolvían. Aquel hombre era, no ya la arena en la ostra, sino una contaminación que afectaba a todo cuanto alcanzaba.

«Y la verdad es que no hay forma de encerrarlo».

A menos que hubiera un Dios que le concediera una última oportunidad.

– El disco no apareció con el cadáver -dijo Clarke.

– Pues en el bar no se lo dejó -afirmó Cafferty-. Le vi guardárselo en el bolsillo -añadió dándose una palmadita en el costado derecho.

– ¿Conociste a algún otro ruso en el bar esa noche? -preguntó Rebus.

– Ahora que lo dice sí que oí hablar raro. Yo pensé que sería gaélico o algo así y decidí que en cuanto empezaran con las canciones tradicionales me largaba a la cama.

– ¿Habló Todorov con alguno de ellos?

– ¿Cómo puedo yo saberlo?

– Porque estuviste con él.

– ¡Tomé una copa con él! -exclamó Cafferty dando un palmetazo con las dos manos en la mesa.

– No te repitas.

«¡Volveré a ponerte nervioso, cabrón!».

– O sea que fue la última persona que habló con él antes de morir -apostilló Clarke.

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