¿Qué esperaba oír? ¿Los últimos momentos de Riordan grabados para la posteridad? ¿La voz de su agresor? ¿Algo que hiciera justicia al difunto Riordan?
No se oía nada.
– Más atrás.
Se oyó a Clarke y a Goodyear interrogando a Riordan en el cuarto de estar.
– Somos lo último que grabó -comentó ella.
– ¿Eso nos hace sospechosos?
– Otra gracia más y vuelves a vestir el traje de lanilla.
Goodyear puso cara de contrito.
– Traje de lanilla -repitió-. Es la primera vez que lo oigo.
– Se me ha pegado de Rebus -dijo Clarke. Tantas cosas se le habían pegado… y no todas positivas.
– Creo que no le caigo bien -dijo Goodyear.
– Nadie le cae bien.
– Usted sí -replicó Goodyear.
– Me tolera, que es muy distinto -puntualizó Clarke, mirando la grabadora-. No acabo de creerme que nos grabara.
– La verdad es que de no haber sido grabados por el señor Riordan habríamos quedado entre la minoría.
– Es cierto.
Goodyear cogió otra bolsa de plástico transparente y la meneó.
– Hay muchas más por escuchar.
Clarke asintió con la cabeza, se inclinó y le dio unos golpecitos en el hombro.
– Muchas para que las escuches, Todd -dijo.
– ¿Forma parte del aprendizaje?
– Parte del aprendizaje.
– ¿Hacemos algo esta noche? -preguntó Phyllida Hawes, que iba al volante, con Colin Tibbet de pasajero.
Le fastidiaba verle aferrado al asidero de la portezuela, como dispuesto a saltar del coche si ella perdía el control. A veces le pinchaba expresamente acelerando con brusquedad hacia el vehículo que les precedía o girando de golpe sin poner el intermitente. Se lo merecía por no confiar en ella. Él le dijo en cierta ocasión que conducía como si acabara de robar el coche.
– Podemos ir a tomar una copa -dijo él.
– Para variar.
– O podemos no ir a tomar una copa -añadió él pensativo-. ¿Chino o indonesio?
– Con ideas tan brutales, Col, tendrías que estar presidiendo un panel de expertos.
– Estás enfadada -dijo él.
– ¿Ah, sí? -replicó ella con frialdad.
– Perdona.
Era otra cosa que empezaba a fastidiarle: en vez de discutir, él le daba la razón en todo. Hacía dos meses que Hawes había tenido un amante, un amante con el que cohabitaba. Colin había tenido ligues de una noche y una novia que le duró casi un mes. Pero hacía tres semanas los dos acabaron en la cama tras una noche de borrachera y no lo habían superado desde que se despertaron horrorizados al verse las caras juntas sobre la almohada.
Fue algo involuntario. Mejor era olvidarlo y no hablar de ello. Como si no hubiera ocurrido…
Pero ¿cómo podían hacerlo? Había ocurrido y muy a pesar suyo, ella deseaba que ocurriera otra vez. Había dado a entender a Colin su aburrimiento con la esperanza de que él pusiera remedio, pero Colin era una especie de esponja que lo absorbía todo.
– No me sorprendería -dijo él-, que Shiv nos invitara hoy a una copa, por mor del espíritu de equipo. Es lo que hacen los buenos jefes.
– Quieres decir que es mejor que tener que aguantar a John Rebus a solas.
– No te falta razón.
– Por otro lado -añadió ella-, puede que quiera estar a solas con el joven Todd.
Colin se volvió hacia ella.
– No lo dirás en serio.
– Las mujeres son imprevisibles, Colin.
– Ya lo he advertido. ¿Por qué crees que lo ha integrado en el equipo?
– A lo mejor ha sucumbido a sus encantos.
– No; hablo en serio.
– El caso se lo han encargado a ella, y puede reclutar a quien quiera. Y Todd estaba deseando entrar en el DIC.
– ¿La convenció fácilmente? -inquirió Tibbet arrugando la frente.
– Eso no quiere decir que sea fácil convencerla para que te proponga para el ascenso.
– No lo decía por eso -replicó Tibbet mirando por la ventanilla-. Es la primera a la derecha, ¿no?
Hawes, sin poner el intermitente, dobló cuando ya se les echaba encima un autobús.
– No deberías hacer eso -comentó Tibbet.
– Lo sé -replicó Phyllida con una sonrisita-. Pero cuando conduces un coche que acabas de robar…
Por orden de Shiv iban al piso de Nancy Sievewright, a interrogarla sobre la mujer de la capucha. Era la palabra exacta que les había dicho: «
– Capucha o capuchón, Phyl, ¿qué más da? -comentó Tibbet-. La verdad es que Shiv lleva un par de semanas muy puntillosa.
– Es ahí a la izquierda -dijo Colin Tibbet-. Más adelante hay un sitio.
– Que seguramente no habría visto de no ser por ti, agente Tibbet.
Él no replicó.
El portal estaba abierto y optaron por prescindir del intercomunicador. Una vez dentro era un espacio frío y oscuro. Los azulejos blancos de las paredes estaban rotos y con manchas de pintadas. Oyeron voces más arriba en la escalera: una de mujer estridente y otra de hombre más grave, discreta y suplicante.
– ¡Lárguese de aquí! ¿Se lo tengo que repetir?
– Creo que sabes muy bien por qué vengo.
– ¡Me importa un pito!
La pareja no pareció darse cuenta de que ellos dos subían la escalera.
– Escucha, explícame simplemente… -decía el hombre.
Interrupción de Colin Tibbet, mostrándole su carnet de policía.
– ¿Sucede algo?
– ¡Dios!, ¿y ahora qué pasa? -exclamó el hombre.
– Eso es precisamente lo que acabo de preguntarle, señor.