– Usted es el señor Anderson, ¿verdad? -terció Hawes-. Mi compañero y yo les tomamos declaración a usted y a su esposa.
– Ah, sí -contestó Anderson, pasando de la indignación a un gesto de preocupación.
Hawes vio que en el rellano superior había una puerta abierta. Tenía que ser la del piso de Nancy Sievewright. Miró a la muchacha anoréxica y vestida de cualquier manera.
– A ti también te interrogamos, Nancy -dijo. Sievewright asintió con la cabeza.
– Dos pájaros de un tiro -comentó Colin Tibbet.
– No sabía -añadió Hawes-, que se conocían.
– ¡No nos conocemos! -vociferó Nancy Sievewright-. ¡Es él que no para de venir por aquí!
– Eso no es cierto -gruñó Anderson. Hawes miró a Tibbet. Sabían lo que tenían que hacer.
– Vamos adentro -dijo Hawes a Sievewright.
– Y usted, haga el favor de bajar conmigo, señor -añadió Tibbet a Anderson-. Tenemos que hacerle unas preguntas.
Sievewright entró a zancadas en su piso y fue directa a la exigua cocina a coger el hervidor y llenarlo.
– Pensaba que serían los otros dos los que vendrían -dijo. Hawes intuyó que se refería a Rebus y Clarke.
– ¿Por qué anda rondando por aquí ese hombre? -preguntó.
Sievewright se recolocó un mechón de pelo sobre la oreja.
– No tengo ni idea. Dice que lo hace por comprobar si estoy bien. Pero yo le digo que estoy bien, ¡y él vuelve! Yo creo que merodea hasta que ve que estoy sola en el piso… -añadió retorciendo y enmarañándose el mechón-. Que le den por saco -exclamó con desdén, buscando entre las tazas del fregadero la menos sucia.
– Puede hacer una denuncia alegando acoso -dijo Hawes.
– ¿Cree que eso le disuadiría?
– Tal vez -contestó Hawes, tan poco convencida como la joven. Sievewright lavó la taza elegida y echó en ella una bolsita de té, al tiempo que daba unos golpecitos en el hervidor como animándole a bullir.
– ¿Es una visita de cortesía? -preguntó al fin.
Hawes la obsequió con una sonrisa amistosa.
– No exactamente. Han surgido nuevos datos -dijo.
– Han detenido a alguien.
– No.
– ¿Y de qué datos se trata?
– Una mujer con capucha que fue vista cerca de la salida del aparcamiento -contestó Hawes, mostrándole el retrato-robot-. Si seguía allí, tuvo que pasar a su lado.
– Yo no vi a nadie… ¡Ya lo dije!
– Tranquila, Nancy -replicó Hawes, al quite-. Cálmese.
– Estoy calmada.
– Es buena idea tomar un té.
– Creo que el hervidor se ha estropeado -dijo Sievewright aplicando sobre él la palma de la mano.
– No, oigo que funciona -dijo Hawes.
Sievewright miró la superficie brillante del hervidor.
– A veces probamos a ver quién aguanta más tocándolo hasta que hierve.
– ¿Prueban?
– Eddie y yo. Siempre gano yo -respondió ella con una sonrisita.
– Eddie es…
– Mi compañero de piso -respondió ella mirándola-. No somos pareja.
Oyeron el ruido de la cancela de entrada, se volvieron, miraron hacia abajo y vieron que estaba Colin Tibbet solo.
– Se ha marchado -dijo Tibbet.
– Menos mal -murmuró Sievewright.
– ¿Te ha dicho algo? -preguntó Hawes a su compañero.
– Dice que está seguro que ni él ni su esposa vieron ninguna mujer con capucha. Me ha dicho si no sería un fantasma…
– Me refiero -añadió Hawes con voz monocorde-, a si te ha dicho por qué molesta tanto a Nancy.
Tibbet se encogió de hombros.
– Dice que como se llevó tan fuerte impresión quiere saber si se encuentra bien, «
Sievewright, con la mano en el hervidor, lanzó una exclamación desdeñosa.
– Muy noble por su parte -comentó Hawes-. ¿Y el hecho de que Nancy rehúse sus atenciones?
– Ha prometido no volver.
– Lo dudo -comentó Sievewright con sorna.
– Está a punto de hervir -dijo Tibbet al ver que no apartaba la mano. Ella le respondió con una especie de mueca sonriente.
– ¿Quieren tomar un té? -ofreció Nancy Sievewright.
Capítulo 20
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