El problema es que una cosa es tener vocación y otra tener talento. Y yo estoy segura de que tuve la primera, pero no tanto de que llegara acompañada por el segundo. Sabido es que toda obra tiene que ser imperfecta, como lo es que la menos segura de las contemplaciones estéticas es siempre aquella que hemos creado nosotros mismos, pero ni siquiera estas dos certezas me animan a pensar que la magnitud de mis capacidades no fuera inversamente proporcional a la de la disposición que las animara. Te diré: yo, desde pequeñita, quería ser escritora. Desde que recuerdo, creo, aunque ya te he explicado que la memoria es mentirosa. En primero de Básica escribía cuentos sobre duendes del bosque y princesitas valientes, los ilustraba con ceras Plastidecor y encuadernaba con grapas. Después llegaron las poesías adolescentes y los primeros relatos de cinco páginas, y más tarde los pequeños premios literarios de ayuntamientos perdidos, los accésit de concursos un poco más importantes y los cuentos publicados en alguna antología de tercera fila. Terminé la carrera de Filología Hispánica, después hice un curso del INEM de corrección y edición y acabé trabajando de negra para una famosa presentadora de televisión que presuntamente escribió un libro titulado
Y ya ves, a lo tonto te he resumido en apenas una docena de líneas más de diez años de trayectoria laboral. En esos diez años escribí tres novelas: la primera la envié a veinte editoriales y todas me respondieron con la misma carta tipo: «Le agradecemos que nos haya enviado su manuscrito, pero lamentamos informarle de que no está previsto en nuestros planes editoriales, bla, bla, bla.» La segunda, aconsejada por los mismos editores de las casas para las que trabajaba, se la envié a una agente que me dijo que la novela era impublicable pero que «apuntaba maneras» (como si yo fuera un torero) y aceptó firmarme un contrato de representación para el caso de que escribiera una tercera novela menos densa, obra que escribí, claro, y que la agente encontró mucho más interesante, opinión que no compartió editor ninguno, puesto que el pobre libro, tras haber recorrido los despachos de todas las editoriales del país (incluidas aquellas que contrataban mis servicios de correctora) acabó compartiendo cajón con los otros dos pero habiendo conocido mucho más mundo, eso sí, que sus hermanos mayores. Y entretanto yo vivía amargada porque me tocaba hacer