Sí, claro. Escribiría, leería, pintaría incluso… Pero no publicaría lo que escribiera, no me sometería al escrutinio constante de críticos, admiradores, detractores, amigos, enemigos, ex amantes, ex amantes de ex amantes, conocidos de conocidos y desconocidos varios. Podría quizá hacer ediciones especiales y limitadas para mis amigos o, como el Sebastián Venable de De repente, el último verano,
dejar constancia expresa de que mis escritos sólo podrían publicarse tras mi muerte (por cierto, que lo mismo hizo Katherine Hepburn -Violet Venable en la película- con sus memorias), cuando a mí ya no pudieran herirme los aguijones y las flechas de la maledicencia ajena. Porque si ya sufrí bastante con todo el revuelo que se organizó a cuenta de Enganchadas (unas críticas feroces que me acusaban poco menos que de incitación a la politoxicomanía y un escándalo sonado cuando unas fotos mías aparecieron en la portada de la revista Cita, pero de esto ya hablaré más adelante), que al fin y al cabo era un libro que me daba bastante igual, no quiero ni imaginar lo que sufriría si me atacaran por una obra que tratase de algo más personal, un libro en el que hubiera volcado mis experiencias, mis sentimientos, mi vida. Me he pasado la mitad de ella anhelando publicar y, cuando finalmente lo hice, descubrí tantas paradojas al respecto de la misma que tuve que agradecer al Todo Cósmico, o a la Divina Providencia, o a quienquiera que rija este universo de locos, que mis tres novelas anteriores no se hubieran publicado, pues me di cuenta de pronto de que, de haberlo conocido, probablemente no hubiera sobrevivido al éxito: no hubiera soportado verlas escrutadas, despedazadas, arrastradas. De esta forma me consuelo por no haber alcanzado a culminar mi sueño, sueño que, en teoría, aún podría cumplirse aunque empiezo a sospechar que nunca se materializará. Lo malo de haber albergado un sueño que tuvo visos de ser posible es que aparejó la verdadera desilusión. Porque si hubiera soñado desde pequeña con algo más grande, con ser reina o astronauta, por ejemplo, no me hubiera costado tanto resignarme a no serlo al crecer. El sueño que promete lo imposible ya nos priva con su propia promesa de su consecución, pero un sueño accesible delega en nosotros su solución: nos parece que si no se ha cumplido es nuestra la culpa y no del azar o del destino. Y, así, me temo que yo moriré como he vivido, en el baratillo de los fracasados.¿Que por qué te cuento esto? Porque según tecleo me tengo que enfrentar a la posibilidad de que lo que escribo ahora mismo, estas palabras sólo para ti, pudieran publicarse (ésta es una carta para ti, en principio, pero todo lo escrito se escribe en realidad para uno mismo, y a partir de ahí para el Otro o la Otra que uno lleva dentro y que representa también al Otro u Otra que son los demás, porque toda carta,
decía Derrida, está condenada a viajar interminablemente, tanto por su plurivocidad como por la indeterminación inconsciente de su destino, y ya me ha salido la vena filóloga y me he puesto pedante), y es que tanto mi agente como la editora de Enganchadas no hacen más que decirme que por qué no escribo sobre la maternidad, ansiosas como están de repetir éxito ahora que el público me conoce (eso sí, no aceptaron mi propuesta de editar, aprovechando el tirón de mi recién adquirida popularidad, algunas de esas tres novelas inéditas que duermen en el cajón, ya ves) y no estoy muy segura de que merezca la pena exponerse tanto, porque sé que cualquier libro que hiciera sobre el tema acabaría tratando sobre ti.