Paseó la mirada por la estancia en que se encontraban y las hermosas antigüedades con que Ophélie la había decorado. Resultaba un poco demasiado formal para su gusto, aunque se parecía bastante al piso que él y Sally habían compartido en Nueva York. Se habían comprado un dúplex en Park Avenue, de cuya decoración se había encargado uno de los mejores interioristas de la ciudad. Matt se preguntó si Ophélie también habría recurrido a un decorador o si lo habría hecho ella misma, y tras echar otro vistazo al salón decidió preguntárselo.
– Me halaga que me lo preguntes -dijo Ophélie con una sonrisa agradecida-. Lo he ido comprando todo yo a lo largo de los últimos cinco años. Me encantan las antigüedades y la decoración. Es divertido, aunque a decir verdad esta casa es demasiado grande para nosotras solas. Pero no me veo con ánimos para venderla. Siempre nos ha gustado, pero ahora es un poco triste. Supongo que a la larga tendré que hacer algo.
– No te precipites. Siempre he pensado que Sally y yo nos precipitamos con la venta del piso de Nueva York. Pero, por otro lado, no tenía sentido conservarlo cuando Sally y los niños se fueron. La verdad es que teníamos cosas preciosas -murmuró, nostálgico.
– ¿Las vendiste? -preguntó Ophélie.
– No, se lo di todo a Sally, que se lo llevó a Auckland. Sabe Dios qué hizo con todo, porque se fue a vivir casi enseguida con Hamish. Por aquel entonces no me daba cuenta de que ese era el plan ni de que todo iría tan deprisa. Creía que se buscaría una casa y exploraría el terreno durante un tiempo, pero no. Así es Sally; en cuanto toma una decisión, la ejecuta de inmediato.
Eso la convertía en una excelente socia, pero en una mala esposa a fin de cuentas. Matt habría preferido que fuera a la inversa.
– En fin, da igual. -Se encogió de hombros con actitud sorprendentemente relajada-. Las cosas pueden sustituirse, las personas no. Y está claro que no necesito una casa llena de antigüedades en la playa. Llevo una vida muy sencilla, y eso es lo único que quiero.
Por lo poco que había visto de su casa, Ophélie sabía que era cierto, pero aun así se le antojaba muy triste. Había perdido tanto… Sin embargo, tenía que reconocer que, pese a todo, Matt parecía en paz consigo mismo. Le gustaba la vida que llevaba, en su casa no faltaban comodidades y disfrutaba de su trabajo. Lo único que parecía faltar en su vida era el contacto humano, que tampoco aparentaba echar demasiado de menos. Era un hombre muy solitario y, además, ahora tenía a Pip y Ophélie, a las que podía ver cuando quisiera.
Se quedó hasta las once, hora en la que comentó que más le valía marcharse. A menudo, la niebla se cernía sobre la carretera de la playa por la noche, y tardaría bastante en llegar a casa. Le aseguró que lo había pasado muy bien, como siempre, y antes de irse asomó la cabeza al dormitorio de Pip para darle de nuevo las buenas noches, pero la niña dormía a pierna suelta, con Mousse a los pies de la cama y las zapatillas de Elmo junto a él.
– Eres una mujer afortunada -comentó Matt con una cálida sonrisa mientras la seguía escalera abajo-. Es una niña estupenda. No sé cómo tuve la suerte de que me encontrara en la playa, pero me alegro muchísimo.
A aquellas alturas, no sabía qué habría hecho sin ella. Era como un regalo de Dios, y Ophélie era la bonificación especial añadida.
– Las dos tenemos suerte, Matt. Gracias por esta velada tan agradable.
Lo besó en ambas mejillas, y Matt sonrió, pues le recordaba el año que había pasado como estudiante en Francia hacía veinticinco años.
– Avísame cuando tenga partido de fútbol y vendré. De hecho, puedo venir cualquier día. No tenéis más que llamarme.
– Lo haremos -prometió Ophélie con una carcajada.
Ambos sabían que Pip lo llamaría al día siguiente, pero Ophélie no veía nada malo en ello. La niña necesitaba una figura masculina en su vida, y Ophélie no tenía otra que ofrecerle. Aquella amistad les sentaba bien a los tres, también a los dos adultos.