Читаем Un Puerto Seguro полностью

No le gustaba nada la expresión de su madre; le resultaba demasiado familiar. También recordaba las veces que había visto la misma mirada en los ojos de Chad, aquella aflicción vidriosa, oscura, vaga e innombrable que parecía no tener fondo y dejaba a su víctima paralizada por el letargo, la indiferencia y el dolor. Pip quería hacer algo para evitarla antes de que echara raíces en el alma de su madre, pero no se le ocurría nada, como siempre.

– Podría unirme a un grupo distinto si me hace falta, pero este se ha disuelto -comentó con voz desesperanzada mientras regresaban a casa.

– Pues quizá deberías hacerlo -insistió Pip, presa del pánico.

– Estaré bien, Pip, te lo prometo.

Su madre le dio una palmadita en la mano y siguió conduciendo en silencio. En cuanto llegaron a casa, Pip subió al despachito que ya nadie usaba y llamó a Matt. Aquel día llovía, por lo que estaba trabajando en su retrato en lugar de pintar en la playa. A medida que avanzara el invierno, pintaría en casa con mayor frecuencia, pero el tiempo seguía siendo bastante bueno, a excepción de ese día.

– Tiene un aspecto horrible -informó Pip en voz baja.

Rezó por que su madre no descolgara algún otro teléfono de la casa. Había pulsado el botón de confidencialidad, pero no sabía a ciencia cierta si funcionaba.

– Estoy asustada, Matt -reconoció, y él se alegró de que lo hubiera llamado-. El año pasado creía que… bueno, que… Algunos días, mamá ni siquiera se levantaba de la cama ni se peinaba… nunca comía… se pasaba la noche despierta, no me hablaba…

Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras hablaba con él, y sus palabras atravesaron el corazón de Matt como dagas. Las compadecía a ambas.

– ¿Y ahora también hace esas cosas? -inquirió, preocupado.

El sábado la había visto bien, pero nunca se sabía; a menudo la gente ocultaba sus sentimientos. A veces las personas más desesperadas silenciaban su dolor con consecuencias nefastas, y Matt no sabía si Ophélie pertenecía a ese grupo. Pip lo sabría mejor que él pese a su juventud.

– Aún no -repuso Pip, viendo catástrofes por todas partes-, pero está muy triste -añadió sin dejar de llorar.

– Probablemente le da un poco de miedo perder el apoyo del grupo. Despedirse de él le debe de resultar duro. Las dos habéis perdido mucho.

No le gustaba recordárselo, pero era cierto, y Pip parecía tan adulta que se sentía justificado al tomarse ciertas libertades con ella. En aquel momento sonaba más como una madre que como una hija. Era la clase de conversación que Matt habría esperado sostener con Ophélie acerca de Pip, no a la inversa. La niña había madurado mucho en el último año. Al mes siguiente se cumpliría el primer aniversario de la muerte de su padre y su hermano.

– Creo que debes estar atenta, pero me parece que se pondrá bien. La otra noche me pareció que estaba bien, al igual que las últimas veces en la playa. Probablemente es un proceso con muchos altibajos, pero seguro que pronto estará mejor. Si no es así, iré a veros para comprobar cómo se encuentra.

No creía poder hacer nada, pues en el contexto de su relación, no le correspondía ese papel, pero incluso como amigo tal vez pudiera ayudar o al menos dar apoyo moral a Pip. La niña no había tenido ni eso el año anterior y le estaba muy agradecida, más de lo que él imaginaba y más de lo que ella podía expresar.

– Gracias, Matt -musitó de todo corazón, convencida de que el mero hecho de llamarle ya la había ayudado.

– Llámame mañana para contarme cómo van las cosas. Por cierto, tu retrato está quedando muy bien -añadió con modestia.

– ¡Me muero de ganas de verlo! -exclamó Pip con una sonrisa.

Al cabo de unos minutos colgó. No tenían previsto verse de momento, pero sabía que Matt acudiría si lo precisaba, y ello le transmitía una profunda sensación de amor y apoyo. Era lo que necesitaba de él.

Aquella noche, mientras Ophélie preparaba la cena, aún triste por la pérdida del grupo, sonó el timbre de la puerta. Sobresaltada, se preguntó quién podría ser. No esperaban a nadie, y sabía que Matt no estaba en la ciudad y que Andrea nunca iba sin llamar antes. Se dijo que solo podía ser algún repartidor o quizá Andrea, que por una vez había decidido ir sin avisar. Al abrir la puerta, Ophélie vio a un hombre alto, calvo y con gafas al que no reconoció en un primer momento. Tardó un minuto entero en situarlo; se llamaba Jeremy Atcheson y era un integrante del grupo de terapia que había terminado aquella misma tarde. Fuera de contexto le costó localizar su rostro.

– ¿Sí? -dijo con expresión impasible mientras él miraba el interior de la casa por encima de su hombro.

Y entonces cayó en la cuenta de quién era. Parecía nervioso, y Ophélie no comprendía qué hacía allí. Era una de esas personas anónimas que hablaba poco, y en su opinión siempre había aportado menos al grupo que los demás. Nunca había sentido afinidad alguna hacia él y no recordaba haberle dirigido jamás la palabra, ni dentro ni fuera de la terapia.

– Hola, Ophélie -saludó con el labio superior perlado de sudor.

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