Ophélie olvidaba sus problemas en cuanto ponía los pies en el centro. Estaba tan ocupada hasta las tres de la tarde que apenas tenía tiempo de respirar. Le encantaba su trabajo y todo lo que aprendía. Aquel día en particular se encargó de dos ingresos. Uno de ellos era un matrimonio con dos hijos procedentes de Omaha que lo habían perdido todo. No tenían recursos suficientes para vivir, comer, pagar el alquiler ni cuidar de los niños, y ambos padres habían perdido sus empleos. No tenían a quien recurrir, pero luchaban con ahínco por salir a flote. El centro hacía cuanto podía con ellos, consiguiendo que les otorgaran cupones de alimentos, tramitándoles el paro y matriculando a sus hijos en la escuela. En el espacio de una semana se mudarían a un albergue permanente, y parecía que, con ayuda del centro, lograrían conservar a sus hijos, lo cual no era poco. A Ophélie le rompió el corazón escuchar su historia y hablar con su hija, que tenía la edad de Pip. Costaba imaginar cómo podía alguien llegar a aquellos extremos, pero su situación le recordó de nuevo cuan afortunadas eran ella y Pip. ¿Y si Ted las hubiera dejado en la calle al morir? No alcanzaba siquiera a imaginarlo.
El segundo ingreso fue el de una madre con su hija. La madre tenía treinta y tantos años y era alcohólica, mientras que la hija contaba diecisiete y era drogadicta. La hija sufría convulsiones, ya fuera a causa de las drogas o bien por otro motivo, y ambas vivían en la calle desde hacía dos años. La situación se veía empeorada aún más por el hecho de que la chica estaba embarazada de cuatro meses. Un cuadro sobrecogedor, en suma. Miriam y uno de los trabajadores sociales profesionales intervinieron para conseguirles un programa de desintoxicación, atención médica y cuidado prenatal para la hija. Aquella misma noche se trasladaron a otro centro, y a la mañana siguiente iniciarían la desintoxicación.
A finales de semana, Ophélie tenía la cabeza como un bombo, pero estaba encantada. Jamás se había sentido tan útil ni humilde. Estaba presenciando y aprendiendo cosas que resultaban difíciles de imaginar hasta que las veías u oías. Docenas de veces al día se sentía tentada de esconder el rostro entre las manos y romper a llorar, pero sabía que no podía hacerlo. No podías revelar a los clientes cuan trágica o desesperada te parecía su situación. En la mayoría de los casos costaba visualizar que algún día lograrían salir del pozo, pero algunos lo conseguían. Y salieran o no, Ophélie, como todos los demás en el centro, estaba allí para hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarlos. La conmovía de tal modo todo lo que experimentaba que su mayor pena, cuando volvía a casa, era no poder compartirlo todo con Ted. Le gustaba pensar que habría reaccionado con fascinación. Lo que hacía en cambio era contar lo que le parecía razonable a Pip, sin asustarla indebidamente. Algunas historias eran demasiado deprimentes o escabrosas. Aquella semana, un indigente había muerto junto a la puerta del centro cuando se disponía a entrar, víctima del alcoholismo, insuficiencia renal y malnutrición. Tampoco eso se lo contó a Pip.
El viernes por la tarde, Ophélie ya estaba convencida de que había tomado la decisión acertada, una opinión avalada por sus consejeros, supervisores y compañeros. A todas luces sería un activo para el centro, y por primera vez en un año la embargaba la sensación de que su vida tenía sentido.
Cuando estaba a punto de marcharse, Jeff Mannix, del equipo de asistencia nocturna, pasó junto a ella para tomarse un café.
– ¿Qué tal estás? ¿Has tenido una semana muy ocupada? -le preguntó con una sonrisa.
– Pues sí, aunque no tengo con qué compararlo. Pero si la cosa se anima aún más, puede que tengamos que cerrar las puertas para evitar una avalancha.
– Cierto -convino Jeff antes de tomar un sorbo de café humeante.
Se disponía a verificar el material, pues habían añadido varios productos médicos y de higiene a los que solían ofrecer en la calle. Por regla general, no llegaba al centro hasta las seis y trabajaba hasta las tres de la madrugada. Era evidente que adoraba su trabajo.
Hablaron unos instantes del hombre que había muerto delante del centro el miércoles. Ophélie aún no se había sobrepuesto.
– Detesto reconocerlo, pero veo cosas así tan a menudo en la calle que ya no me sorprende. No te imaginas la cantidad de veces que intento despertar a alguien y cuando le doy la vuelta… ya se ha ido. Y no solo hombres, también mujeres.
Pero lo cierto era que en las calles vivían más hombres que mujeres. Las mujeres eran más proclives a acudir a los albergues, si bien Ophélie también había escuchado historias de terror al respecto. Dos de las mujeres cuyo ingreso había tramitado aquella semana le contaron que las habían violado en sendos albergues, lo que al parecer no era infrecuente.