Читаем Un Puerto Seguro полностью

– Crees que acabarás acostumbrándote -masculló Jeff con aire sombrío-, pero no es así -aseguró antes de mirarla con interés, pues llevaba toda la semana oyendo hablar bien de ella-. Bueno, ¿cuándo saldrás con nosotros? Has trabajado con todo el mundo menos con nosotros. Tengo entendido que eres un genio con los ingresos y el abastecimiento, pero no habrás visto nada hasta que no salgas con Bob, Millie y conmigo. ¿O es demasiada realidad para ti?

Era un desafío, y a todas luces esa era la intención de Jeff. Respetaba a todos sus compañeros, pero tanto él como los otros dos integrantes del equipo consideraban que su misión era la más importante del centro. Corrían un gran riesgo y prestaban más ayuda inmediata en una sola noche que el centro en una semana entera, y Jeff estaba convencido de que Ophélie debía ver lo que hacían.

– No sé si sería de mucha utilidad -confesó Ophélie-; soy bastante cobarde. Dicen que sois los héroes del lugar. Probablemente estaría demasiado asustada para salir de la furgoneta.

– Puede que durante los primeros cinco minutos, pero luego te olvidas y haces lo que tienes que hacer. A mí me parece que los tienes bien puestos.

Corría el rumor de que Ophélie tenía dinero, aunque nadie lo sabía con seguridad. En cualquier caso, sus zapatos parecían caros, llevaba ropa muy pulcra, limpia y bien cortada, y además vivía en Pacific Heights. No obstante, trabajaba de firme como los demás, incluso más, según Louise.

– ¿Qué haces esta noche? -insistió Jeff, y Ophélie se sintió algo atosigada e intrigada a un tiempo-. ¿Tienes una cita? -preguntó sin rodeos.

Pero pese a su agresividad, Ophélie lo apreciaba. Era joven, sano y fuerte, y sin lugar a dudas le apasionaba su trabajo. Alguien le había contado que en cierta ocasión habían estado a punto de apuñalarlo en la calle, pero que no dudó en salir otra vez al día siguiente. Temerario quizá pero también admirable, en su opinión. Estaba dispuesto a jugarse la vida por lo que hacía.

– No tengo citas -repuso con sinceridad-. Vivo con mi hija y estaré en casa con ella. De hecho, le he prometido llevarla al cine.

Aquel fin de semana no tenían otros planes, salvo el primer partido de fútbol de Pip, que se disputaba al día siguiente.

– Pues llévala mañana. Quiero que nos acompañes esta noche. Ayer Millie y yo hablamos del tema. Deberías ver lo que hacemos, al menos una vez. Tu vida cambiará para siempre.

– Sobre todo si resulto herida -replicó Ophélie sin ambages-, o si me matan. Soy la única persona que mi hija tiene en el mundo.

– Vaya -masculló él con el ceño fruncido-. Pues a mí me parece que tú necesitas algo más en la vida, Opie.

Su nombre le parecía bonito, pero imposible de pronunciar, tal como había bromeado al conocerla.

– Venga, cuidaremos de ti. ¿Qué me dices?

– No tengo con quien dejarla -dijo Ophélie, tentada, pero también asustada, porque el desafío era difícil de resistir.

– ¿Con once años? -exclamó Jeff con aire exasperado.

Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja que le iluminó el oscuro rostro. Era un hombre extremadamente apuesto, de metro noventa, que había pasado nueve años en los cuerpos especiales de la Marina.

– Joder, yo a su edad cuidaba de mis cinco hermanos y me dedicaba a sacar a mi vieja de la cárcel cada semana. Era prostituta.

Sonaba a estereotipo, pero era cierto. Lo que Jeff no le mencionó, aunque Ophélie lo sabía por otras personas, era su extraordinaria calidad humana y la familia que había criado. Uno de sus hermanos había estudiado en Princeton gracias a una beca, otro en Yale. Ambos eran abogados, su hermano menor estudiaba medicina, otro era un activista dedicado a la violencia urbana y el quinto tenía cuatro hijos y estaba a punto de presentarse al Congreso. Jeff era un hombre excepcional y muy persuasivo. Ophélie contempló muy en serio la posibilidad de acompañarlos pese a que había jurado no hacerlo nunca; le parecía demasiado peligroso.

– Venga, guapa, danos una oportunidad. Después de salir una noche con nosotros no querrás volver a sentarte a tu mesa nunca más. Nosotros somos lo más guay de este sitio, la razón de ser del centro. Salimos a las seis y media; no faltes.

Era más una orden que una invitación, de modo que Ophélie prometió que haría lo que pudiera. Seguía pensando en ello media hora más tarde, al recoger a Pip de la escuela, y durante el trayecto a casa estuvo muy callada.

– ¿Estás bien, mamá? -inquirió Pip con su habitual preocupación.

Ophélie le aseguró que sí y, tras observarla con mayor detenimiento, Pip concluyó que era cierto, porque a aquellas alturas ya conocía todas las señales de alarma. Ahora tan solo parecía distraída, no deprimida ni retraída.

– ¿Qué has hecho hoy en el centro?

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